Realidad con arte
Días atrás di cuenta de la publicación de THE WIRE. 10 Dosis de la mejor serie de la televisión (Errata Naturae), de la que me cuentan que muy pronto estará en librerías limeñas.
Pues bien, el sábado, luego del engañoso triunfo de Argentina sobre Nigeria, me puse a ver algunos episodios de la segunda temporada de esta extraordinaria serie de televisión. Y lo digo una vez más: es la mejor en la historia de las series televisivas. No es solo un policial, THE WIRE es también una crónica política, social y económica de la sociedad actual en sí, no necesariamente la norteamericana, es por eso que la identificación de los espectadores con las peripecias de sus protagonistas es adictiva. Suscribirla solo a batallas callejeras entre policías y ladrones es tener una visión mezquina de la misma.
Por ello, para los que aún no han tenido la oportunidad de verla, y con la intención de que compren sus temporadas –es necesario que las conozcan cronológicamente-, pego el muy buen artículo Realidad con arte, de Carlos Boyero, publicado en la última edición de Babelia, que dicho sea, está muy pero muy buena
…
Conozco gente (poca) que se ha encontrado al azar, haciendo zapping o siguiendo recomendaciones fiables, con un capítulo de The Wire en televisión. La prudencia les impone no dar limitada opinión de lo que han visto y oído fugazmente cuando en una reunión los adoradores incondicionales de esta serie pueden pasarse embelesadas horas debatiendo con gozosa complicidad sobre sus personajes, memorizando secuencias, repitiendo diálogos, exhibiendo la fascinación y el éxtasis que solo puede provocar el amor. Los inicialmente escépticos o desconcertados, los que no han descubierto todavía huellas de milagro artístico en unos adolescentes negros que trapichean con droga en la calle y expresan con jerga inentendible cosas muy raras mientras que las escuchas de la policía les acechan, también accederán a ese impagable planeta y se enamoraran de The Wire al constatar que no es un producto que se pueda consumir de vez en cuando siguiendo una programación televisiva, con doblajes imposibles (casi todos rechinan, no te crees nada, desprenden falsedad y aroma a teatro malo, pero son especialmente grotescos cuando ponen voces en español a joveznos delincuentes de Baltimore), con pausas publicitarias, sin continuidad. Admitirán que la estructura, la complejidad y la atmósfera de The Wire tienen mucha más relación con todo lo que asociamos al gran cine que con la imagen ancestral de una serie de televisión. Probablemente, porque el cine nos ha acostumbrado a la calidad, mientras que identificamos las series de televisión con la mediocridad, lo rutinario, la fórmula, lo previsible, lo prescindible. La productora HBO ha cambiado las reglas. Ha demostrado que las esencias del mejor cine también son posibles en un medio como la televisión, que los cerebros más poderosos en el arte de narrar historias mediante imágenes, los guionistas con imaginación y talento, los actores convincentes y magnéticos pueden ofrecer ahora lo mejor de sí mismos en un formato que a lo largo de su historia ha hecho los suficientes méritos para ser despreciado.
Es probable que si las cinco temporadas de The Wire o las seis de Los Soprano tuvieran programación fija en el inigualable espacio de una sala de cine un público tan medianamente selectivo como fiel decidiera que compensa salir de casa y pagar una entrada para compartir con otros espectadores el placer de ver en la gran pantalla estas obras extraordinarias. A falta de ese experimento, estas series pertenecen exclusivamente a la geografía del DVD, a los inolvidables atracones hasta el amanecer de una droga que no se deja consumir en raciones pequeñas ni para hacer simplemente llevadero un tiempo vacío. Debes de tenerla siempre a mano, se convierte en una necesidad y una pasión. No provoca resaca y te sigue sorprendiendo y deleitando cuando vuelves a revisarla del primero al último capítulo, cuando crees sabértela de memoria. No hay que prestársela a nadie, pero sí regalársela a las personas que quieres. Hay que guardarla con mimo, como las obras completas de Shakespeare y de Stevenson, las mejores películas (casi todas son buenas) de Ford y de Wilder, las canciones de Sinatra, los discos de Coltrane, los recuerdos maravillosos, esas cosas que con un poco de suerte te van a acompañar hasta el último día.
Y, por supuesto, cada espectador tiene su temporada favorita en esta obra maestra que no se ha permitido el mínimo desfallecimiento. Los camellitos callejeros sienten que les han retratado en cuerpo y alma. También los maderos. Todos huelen a realidad, a complejidad, a matices, a luces y sombras, a humanidad. Dudo que tanta veracidad le haga mucha gracia a los políticos. Aunque no se manchen de sangre, son los jefes de la corrupción. Los educadores sienten debilidad por la cuarta temporada. Los periodistas del papel se identifican con el incierto futuro que pronostica la quinta, que demencialmente sigue sin estar disponible en las tiendas de este país, aunque todos los adictos como Dios manda la hayan pirateado hace tiempo en Internet o adquirido en sus viajes al extranjero. Yo no puedo elegir. Todas me dejan feliz y noqueado. Pero sí tengo mis personajes favoritos. No es su protagonista, el alternativamente admirable y necio McNulty. Siempre estoy deseando que aparezca Omar, ese homosexual tan viril, ese Llanero Solitario con principios, ese atracador con intransferibles códigos de honor. Siento tanta simpatía como piedad por Bubles, el confidente yonqui experto en supervivencia. Y me encanta la inteligencia, la lucidez, la elegancia y el temple del detective Lester Freamon. Y me da mucho miedo Stringer Bell, el narco que amplía horizontes estudiando las claves de la economía.
The Wire, como las auténticas obras de arte, merece que se escriban libros sobre ella. Acaba de aparecer uno instructivo y excelente. La brillante introducción de David Simon, bendito coautor de la serie, no tiene desperdicio. Ni la magnífica reflexión de Rodrigo Fresán. Tampoco la entrevista que le hace Nick Hornby a Simon, incluida esta arriesgada declaración de principios: "La pauta que sigo para intentar ser verosímil desde que empecé a escribir ficción es muy sencilla: que se joda el lector medio".
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