Cartas entre Ginsberg y Kerouac
A lo mejor peque de prejuicioso, pero en mis contados viajes por el mundo literario local, he podido cimentar la sospecha de que poco o nada se ha leído, por ejemplo (entre varios), de los referentes de la beat generation. Es decir, existe una suerte de repetición de lugares comunes sobre Ginsberg, Kerouac, Corso, Ferlinghetti… Muchos de estos representantes del nihilismo existencial no han pasado del “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, a la que condimentan con una especie de verborrea cantinera que, salvo puntuales excepciones, termina originando orgías de patadas, puñetes y escupitajos.
No me parece mal, cada quien es responsable de sus abolladas y moretones, que a fin de cuentas son parte de la vida y que, de taquito, configuran el carácter, tal y como se lo comenté a un dizque conocedor de los beats, que dicho sea no sabía quién era el autor de VISIONES DE CODY.
Lo que sí me parece hasta las huevas es pues al aire de frivolidad sin estilo que delata a estos supuestos conocedores de los beats, una revisada de cuando a cuando a sus libros no les vendría nada mal, hacerlo les daría un peso argumentativo a sus discursos que se caen ante el primer cuestionamiento, y por ende no dejarían tan mal parados a sus sombras mayores.
Esta breve introducción, sin afán provocador, por cierto, nace de la lectura del artículo de Josep Massot en la última edición de Revista Ñ: Cartas entre Ginsberg y Kerouac recogen la historia de una amistad, sobre la publicación Jack Kerouac and Allen Ginsberg: The Letters.
Por lo que se consigna en el artículo, pues el deseo se aviva para que lo antes posible tengamos la traducción al castellano.
…
A mediados de los años cincuenta, una generación de jóvenes norteamericanos se rebeló contra el modelo de sociedad puritana y consumista que le ofrecía un EE.UU. que, arruinada la vieja Europa, nacía como potencia mundial. Miles de jóvenes se unieron al aullido de Howl (Allen Ginsberg, 1956), se lanzaron a recorrer la Ruta 66 después de leer On the road (Jack Kerouac, 1957) o a explorar los márgenes de la sociedad Naked lunch (William Burroughs. 1959). La historia de la generación beat ha dado pie a tantas leyendas y mistificaciones que la publicación de las cartas de Kerouac y Ginsberg (Viking) es fundamental porque rescata sin trampas las voces originales.
Las 188 cartas, desde 1944 hasta 1963, reconstruyen no sólo los entresijos de una generación (Neal Cassady, Gregory Corso, Gary Snyder...), sino sobre todo la historia de una amistad. Ginsberg y Kerouac se conocieron en 1944, en un apartamento cercano de la Universidad de Columbia. Ginsberg, 17 años, era un poeta homosexual, inseguro y tímido, que buscaba la aprobación de su mentor, Lionel Trilling, mientras que Kerouac, 21 años, de una familia franco-canadiense, jugador de rugby, ya había pasado página y tenía claro que no quería escribir como Conrad Aiken. Participaban con entusiasmo de la vida agitada de los hipster de Nueva York, devotos del be-bop. La primera carta es de aquel año, Ginsberg escribe a Kerouac a su celda de la cárcel del Bronx: había sido detenido, junto a Burroughs, por ocultar pruebas del asesinato de David Kammerer por parte de Lucien Carr. Un crimen –Carr solucionó con dos puñaladas el acoso sexual al que le sometía sin respiro Kammerer– que noveló Kerouac, primero a cuatro manos con Burroughs (...Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques) y después a solas (La ciudad y el campo, La vanidad de Douloz).
En 1949 es Ginsberg quien está en apuros. La policía descubrió en su apartamento mercancía robada y pudo evitar la cárcel, pero no el psiquiátrico, donde conoció a otro beat Carl Solomon. "Aquí –escribe a su amigo– los abismos son reales". Más tarde, Kerouac visita en México a Burroughs, que acababa de matar accidentalmente a su mujer, Joan, al errar el tiro en un absurdo juego a lo Guillermo Tell. "Bill –escribe Kerouac– es grande. Joan le ha hecho aún más grande que nunca (...) No tengo duda de que fue un accidente".
La correspondencia refleja las dudas literarias de los dos amigos y también los celos. "Tu novela es impublicable", demasiado loca y salvaje, escribe Ginsberg cuando lee el manuscrito de On the road. "Sigue el consejo de quien ha escrito una obra maestra: ¡pasa a máquina tus poemas!", le apremia Kerouac, quien había apostado por la escritura espontánea –"El primer pensamiento es el mejor pensamiento"–, no como la escritura automática surrealista, sino como la improvisación de los jazzistas del be-bop. Y al igual que ellos, buscando en las drogas o en el budismo nuevas percepciones de la mente, que en el caso de Kerouac le exacerbaron su vena mística. Sin embargo, Kerouac corrigió el estilo de On the road antes de darlo a imprenta, como se puede comprobar en la reciente edición del manuscrito original (Anagrama): un rollo de papel de calco de 36 metros, ajustado para que cupiera en la máquina de escribir.
Ginsberg acabó asumiendo el método de escritura espontánea, kikcwriting (blowing o sketching) de Kerouac y, ayudado por las visiones del peyote, escribió Howl. Cuando lo leyó por primera vez, con gestualidad de performance, en 1955 en la Six Gallery, se convirtió de inmediato en un himno generacional: "He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura...". Poco tiempo después, On the road llenó las carreteras de Estados Unidos de jóvenes haciendo autostop, viajando como polizones en los trenes o probando las drogas psicodélicas.
Ginsberg y Kerouac asumieron de forma diferente el éxito. El poeta, que había enviado el poema a T.S. Eliot., Ezra Pound y William Faulkner, tenía más conciencia literaria que el antiintelectual Kerouac, y emergió como gurú del movimiento beat. El novelista, en cambio, Kerouac, se sintió abrumado. Cada vez más atado al consumo de benzedrina, marihuana y alcohol para mantener el fluir de su imaginación, entró en un tobogán de altibajos depresivos. Y Ginsberg empeñó todos sus recursos para tratar de mantener vivo a su amigo.
Las últimas cartas son de 1963 –"¿Me amarás alguna vez?", dice Ginsberg– seis años antes de que Kerouac muriera de cirrosis. Ginsberg era una respetada referencia cultural y Kerouac deliraba sin rumbo, soñando volver a ser joven, antes de que supiera que la historia iba a acabar mal. "Algún día –llegó a escribir Kerouac a su amigo– las cartas de Allen Ginsberg a Jack Kerouac harán llorar a América".
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