El tiempo muerto
De los artículos de Héctor Abad Faciolince que vengo leyendo en El Espectador, el último, El tiempo muerto, es el que de alguna u otra manera ha calado con relativa importancia durante el lunes.
Vivimos en un mundo de prisas, vaya novedad; aún así, estamos muy comunicados e informados. Es casi imposible no saber qué es lo que pueda estar ocurriendo en muchas partes y con no pocos amigos y conocidos nuestros. Eso sí, todo encasillado en el terreno de las apariencias. Ejemplo de ello podría ser el Facebook, en donde puedes enterarte y alegrarte de lo bien que le va a un amigo tuyo, ser partícipe, o sino testigo, de interesantes debates; como el inevitable hecho de toparte con cada idiotez que, en lo personal, más de una vez me ha llevado a aplicar la opción Ocultar al contacto, a quien también podría también eliminar, pero la experiencia me ha enseñado que cuando lo haces, a nada estás de ser considerado un asesino en serie.
Una serie de factores hicieron tomar la decisión de no usar celular durante dos meses. Sonará exagerado, pero fue un tiempo que rozó lo feliz, en donde el único contacto con el mundo exterior lo pautaba mi correo electrónico. En más de una ocasión barajé la idea de regalar ese aparatito, mas las circunstancias me obligaron a prenderlo nuevamente. Claro, un celular es sumamente importante, el problema no es el objeto, sino el uso que se le dá a esta clase de adminículos, tampoco voy a pontificar sobre la frivolidad de su uso, cuando en no pocas ocasiones también he sido partícipe de esa frivolidad.
…
TENEMOS TANTAS COSAS PARA MAtar el tiempo que ya nunca tenemos tiempos muertos. Yo, como todos, me estoy enloqueciendo.
Yo no soy yo, como usted ya no es usted, o no es usted solamente. Somos nosotros, más las prótesis a las que vivimos conectados: aparaticos de bolsillo, objetos inalámbricos, pantallas titilantes, jueguitos, una lista infinita de personas on-line, como felinos al acecho, que interrumpen para lo más anodino, lo más importante o lo más fútil.
Es imposible pasar una hora (otros un minuto) sin controlar dónde está tal, por dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha escrito, cómo sigue tal otra, con quién está tal cual. Todo se va convirtiendo en mensajes breves e instantáneos. Mis amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen a revisar sus correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está conmigo. No, su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en realidad tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una naranja, y a nadie le dan la fruta entera. No son ellos completos los que me están haciendo una visita o teniendo una conversación seria. ¿Cómo pueden chatear y chuparse una concha al mismo tiempo?
Cada vez noto más, cuando me llaman, que en vista de que estoy mirando al mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del todo presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están diciendo. Cada vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una atención distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No hay concentración, no hay secuencias, hay saltos. Estamos rodeados por mareas de autistas hiperactivos y dispersos.
Ya no hay quien crea que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la calle hablándole al viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono inalámbrico y un audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las nubes: todos están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores conectados al i-pod, no dejan de chatear o de mandarse sms. Antes había casos, cuando el avión aterrizaba, de unos pocos adictos que corrían a fumarse un cigarrillo; ahora nadie parece adicto porque todos lo somos: lo primero que hacemos cuando el avión toca tierra es prender el teléfono. Y hasta hay idiotas que gritan en la cabina: “recuerde que esto que le estoy diciendo es muy delicado y muy confidencial”, pero lo esparcen a los cuatro vientos.
Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder tiempo mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de tráfico. No hay tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje, para recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las ocurrencias, para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que se oyó o que se nos ocurrió, en suma, para aclarar las ideas.
Me atormenta la vida el hecho de pasar el día entero frente a una pantalla (ya muchas menos horas del día las paso frente a las páginas de un libro o frente a la contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o una montaña) salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay quienes dicen que si el cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende. Todos parecemos muchachos con déficit de atención: saltando de una cosa a otra, saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las patas ya no se da un codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.
La televisión ya es un mueble viejo: a nadie se le ocurre pasar el tiempo concentrado en un programa. Comparada con las nuevas tecnologías, la televisión parece tan anticuada como un libro encuadernado en pergamino. ¿Qué es una telenovela, comparada con la telenovela real de Facebook? Ya no hacemos casi nada porque nos pasamos el tiempo haciéndolo todo al mismo tiempo. Ya no estamos aquí porque nos la pasamos conectados a otra parte.
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