Leila Guerrero no parpadea - El rastro en los huesos
Hace un par de semanas leí en el diario colombiano El espectador un artículo del narrador Juan Gabriel Vásquez: Leila Guerreo no parpadea. Como siempre, Vásquez la hace linda en la sencillez de su prosa. Y como era de esperarse, me puse a buscar la crónica que motivaba su entrega: El rastro en los huesos, de la periodista argentina Leila Guerrero.
Una palabra para definir esta crónica sobre el Equipo Argentino de Antropología forense: genial. Ojalá que no pocos cronistas latinoamericanos dinamiten su ego cuando de escribir no ficción se trata. Por esta crónica, Guerrero recibió el premio de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano. Leer El rastro en los huesos (pongo otra vez el enlace en azul, con la firme intención que lo descarguen) te lleva a la confrontación y violencia interna que todo texto debe exhibir. Si esta estupenda crónica no es literatura, es algo que poco o nada me importa, porque para mí sí lo es.
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LEILA GUERRIERO ESTUVO DE PASO en Bogotá pocos días antes de que le dieran la noticia del premio.
Uno podía verla por ahí, dando un curso de periodismo en El Espectador, dando una charla en el festival de El Malpensante, mirando a todo el mundo con los mismos ojos especialmente diseñados para no parpadear, no sea que vayan a perderse de algo. Y no: Leila Guerriero no se pierde de nada. Hay muchas cosas que la han convertido en una de las mejores cronistas de su lengua, pero la más notoria, para mí, es ésta: la ausencia de párpados. Y ahora la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano —sí, ya saben ustedes, la de García Márquez— le ha dado el premio de crónica por una maravilla de veinte páginas que se llama “El rastro en los huesos”. Y eso es para alegrarse.
Los colombianos (o los colombianos que son lectores, o los colombianos que son lectores de crónicas, o los colombianos que son lectores de esas crónicas largas y bien hechas que cada vez se publican en menos sitios) leyeron “El rastro en los huesos” en la revista Gatopardo. Yo, que estaba en España en abril de 2008, cuando se publicó la crónica, no la leí ahí, sino en El País Semanal, y recuerdo haber pensado: Leila lo ha hecho de nuevo. “El rastro en los huesos” cuenta las historias del Equipo Argentino de Antropología forense, una asociación civil dedicada, en sus propias palabras, “a los casos de violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad”. De Argentina a Kosovo, de Guatemala a Timor Oriental, el equipo va por el mundo desenterrando huesos perdidos, reconstituyendo cuerpos y por lo tanto identidades, y permitiendo a los familiares de las víctimas tener esa terrible, necesaria certeza: dónde están sus muertos.
La crónica es brutal y al mismo tiempo fascinante, intensamente humana y terriblemente cruel, un ejemplo de lo que puede hacer eso que llamamos periodismo literario cuando no sólo se practica con raudales de talento, sino con el genuino afán de entender que es la marca de los mejores periodistas. Leila, digámoslo de una vez, no está en su crónica. Ha escogido borrarse de la historia que cuenta, ser solamente los ojos que miran y la voz que pregunta, quizás porque, como decía Cortázar, la parece una osadía intervenir en esa historia con algo más que con la historia misma. Pero en cada línea del texto se siente su presencia, su presencia que quiere entender: ¿Pero quiénes son estas personas que se dedican a esto? ¿Por qué se dedican a esto y cómo las afecta? ¿Por qué pasan estas cosas?
Así son todas las crónicas de Leila: tajadas de una realidad rara y más bien incomprensible, vistas por una periodista que, al contrario de otros colegas, no está interesada en las respuestas, sino en las preguntas, y le tiene poco aprecio a la certidumbre y a la tranquilidad, y mucho a la duda y al desasosiego. En ese libro extraordinario que es Frutos extraños, que incluye la crónica premiada y también muchas otras maravillas, Leila explica las razones de su periodismo: “Porque hay cosas que no entiendo y que quiero entender pero, sobre todo, por un acto de soberbia: porque siento que nadie, salvo yo, puede saciar el monstruo de mi curiosidad una vez que ese monstruo se despierta”.
Por eso Leila mira como mira: sin parpadear. No sea que vaya a perderse de algo.
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