lunes, septiembre 06, 2010

Comienzo de BLANCO NOCTURNO

Sin lugar a dudas, BLANCO NOCTURNO, la última novela del argentino Ricardo Piglia, es uno de los libros más esperados por sus no pocos lectores peruanos. No me fue bien hace un par de días en un rápido recorrido por librerías, pregunté por la novela y los libreros me ponían cara de circunstancias, ateniéndose a decir que ya han hecho el pedido respectivo. En fin.
(Los distribuidores deberían ponerse las pilas, ¿no?)
Para picar el diente, y como quien motiva una sana desesperación, consigno el comienzo de la novela, que encontré luego de leer la reseña de Ricardo Senabre. Ambas notas tomadas de El Cultural.es.


Tony Durán era un aventurero y un jugador profesional y vio la oportunidad de ganar la apuesta máxima cuando tropezó con las hermanas Belladona. Fue un ménage à tríos que escandalizó al pueblo y ocupó la atención general durante meses. Siempre aparecía con una de ellas en el restaurante del Hotel Plaza pero nadie podía saber cuál era la que estaba con él porque las gemelas eran tan iguales que tenían idéntica hasta la letra. Tony casi nunca se hacía ver con las dos al mismo tiempo, eso lo reservaba para la intimidad, y lo que más impresionaba a todo el mundo era pensar que las mellizas dormían juntas. No tanto que compartieran al hombre sino que se compartieran a sí mismas.
Pronto las murmuraciones se transformaron en versiones y en conjeturas y ya nadie habló de otra cosa; en las casas o en el Club Social o en el almacén de los hermanos Madariaga se hacía circular la información a toda hora como si fueran los datos del tiempo.
En ese pueblo, como en todos los pueblos de la provincia de Buenos Aires, había más novedades en un día que en cualquier gran ciudad en una semana y la diferencia entre las noticias de la región y las informaciones nacionales era tan abismal que los habitantes podían tener la ilusión de vivir una vida interesante. Durán había venido a enriquecer esa mitología y su figura alcanzó una altura legendaria mucho antes del momento de su muerte.
Se podría hacer un diagrama con las idas y venidas de Tony por el pueblo, su deambular somnoliento por las veredas altas, sus caminatas hasta las cercanías de la fábrica abandonada y los campos desiertos. Pronto tuvo una percepción del orden y las jerarquías del lugar. Las viviendas y las casas se alzan claramente divididas en capas sociales, el territorio parece ordenado por un cartógrafo esnob. Los pobladores principales viven en lo alto de las lomas; después, en una franja de unas ocho cuadras está el llamado centro histórico1 con la plaza, la municipalidad, la iglesia, y también la calle principal con los negocios y las casas de dos pisos; por fin, al otro lado de las vías del ferrocarril, están los barrios bajos donde muere y vive la mitad más oscura de la población.
La popularidad de Tony y la envidia que suscitó entre los hombres podría haberlo llevado a cualquier lado, pero lo perdió el azar, que fue lo que en verdad lo trajo aquí. Era extraordinario ver a un mulato tan elegante en ese pueblo de vascos y de gauchos piamonteses, un hombre que hablaba con acento del Caribe pero parecía correntino o paraguayo, un forastero misterioso perdido en un lugar perdido de la pampa.
-Siempre estaba contento -dijo Madariaga, y miró por el espejo a un hombre que se paseaba nervioso, con un rebenque en la mano, por el despacho de bebidas del almacén-. Y usted, comisario, ¿se toma una ginebrita?
-Una grapa, en todo caso, pero no tomo cuando estoy de servicio -contestó el comisario Croce.
Alto, de edad indefinida y cara colorada, de bigote gris y pelo gris, Croce masticaba pensativo un cigarro Avanti mientras caminaba de un lado al otro, pegando con el rebenque contra la patas de las sillas, como si estuviera espantando sus propios pensamientos, que gateaban por el piso.
-Cómo puede ser que nadie lo haya visto a Durán ese día -dijo, y los que estaban ahí lo miraron callados y culpables.
Después dijo que él sabía que todos sabían pero nadie hablaba y que andaban pensando macanas por el gusto de buscarle cinco patas al gato.
-De dónde habrá salido ese dicho -dijo, y se detuvo intrigado a pensar y se extravió en el zigzag de sus ideas, que se prendían y se apagaban como bichos de luz en la noche. Sonrió y empezó a pasearse de nuevo por el salón-. Igual que Tony -dijo, y recordó una vez más su historia-. Un yanqui que no parecía yanqui pero era un yanqui.
Tony Durán había nacido en San Juan de Puerto Rico y sus padres se fueron a vivir a Trenton cuando él tenía cinco años, de modo que se había criado como un norteamericano de Nueva Jersey. De la isla sólo recordaba que su abuelo era un gallero y que lo llevaba a las riñas los domingos y también se acordaba de los hombres que se cubrían los pantalones con hojas de periódico para evitar que la sangre que chorreaba de los gallos les manchara la ropa.
Cuando vino aquí y conoció un picadero clandestino en Pila y vio a los peones en alpargatas y a los gallitos pigmeos haciendo pinta en la arena, empezó a reírse y a decir que no era así como se hacía en su país. Pero al final se entusiasmó con la bravura suicida de un bataraz que usaba los espolones como un boxeador zurdo de peso liviano usa sus manos para salir pegando del cuerpo a cuerpo, veloz, mortífero, despiadado, buscando sólo la muerte del rival, su destrucción, su fin, y al verlo Durán empezó a apostar y a entusiasmarse con la riña, como si ya fuera uno de los nuestros (one of us, para decirlo como lo hubiera dicho el mismo Tony).

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