"Mario era el pájaro-mitra"
El domingo antepasado, el 19, apareció una entrevista a Abelardo Oquendo (en la imagen) en Diario 16. La entrevista fue realizada por Michael A. Zárate. En ella el crítico nos habla de su amistad de juventud con nuestro Nobel de Literatura. O sea, no leerán un texto lambiscón.
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Quisiera comenzar por una historia que contó el propio Mario Vargas Llosa, quien dijo que lo conoció a usted a través de Lucho Loayza.
Yo tengo un recuerdo distinto. La primera vez que vi a Mario Vargas fue en una reunión de Letras Peruanas, que fue, en su momento, la revista literaria más importante. Era 1956 y había una discusión muy intensa sobre una obra de teatro de Sebastián Salazar Bondy, llamada ‘No hay isla feliz’. En ese momento entró Carlos Araníbar, el historiador, con un joven que era Mario Vargas Llosa.
¿Y qué ocurrió?
Se sentaron y Carlos dijo que había venido con un escritor joven, que todavía no había publicado nada, pero que iba a leernos un cuento. Mario se paró y leyó un cuento del cual casi no guardo memoria. Solo me acuerdo que el personaje central era una mujer de vestido rojo. Terminó de leerlo y se produjo un silencio breve pero ominoso. Y, de pronto, se reinició la discusión sobre Salazar Bondy. Nadie se ocupó de ese jovencito. Fue terrible.
Hubo indiferencia.
La indiferencia total. Todo el mundo lo ignoró. Él ha contado que después rompió ese cuento. Pero un día encontré a Mario en la Plaza San Martín, donde el expreso Lima-Miraflores tenía su paradero inicial, e iniciamos una conversación sumamente interesante porque descubrimos que teníamos devociones semejantes por algunos autores. Fue tan apasionante que nos pasamos de nuestros paraderos.
Lo que Vargas Llosa dice es que él andaba buscando trabajo y Lucho Loayza le comentó que usted laboraba en el suplemento dominical de El Comercio.
Yo no recuerdo si Lucho me lo pidió o si yo le ofrecí trabajo a Mario, quien necesitaba cachuelos. Yo tenía a mi cargo la parte literaria del suplemento dominical, de modo que se me ocurrió crear una columna sobre narradores peruanos. A Mario le gustó la idea y la primera columna estuvo dedicada a José María Arguedas.
Fíjese que Carlos Eduardo Zavaleta señala que Arguedas le envió a usted una carta para pedirle que no publicara esa entrevista, pues no deseaba herir con sus declaraciones a su hermanastro.
Realmente no me acuerdo (ríe). Pero después de ese encuentro con Mario en la Plaza San Martín, y de que él iniciara también una amistad con Lucho Loayza, formamos entre los tres un pequeño grupo en el que hablábamos mucho de literatura. Y había grandes discusiones porque tanto Loayza como yo éramos un poco indiferentes a la política. Mario, en cambio, tenía una verdadera pasión por la política.
¿Es ahí donde nace el apodo del ‘Sartrecillo valiente’?
Claro, por su devoción a Sartre. Los intelectuales franceses son, en realidad, los que influyen enormemente en la actuación de Mario a lo largo de su vida. Él es un intelectual público, comprometido y quiere participar en la vida política. Él cree que esa es una obligación del intelectual.
¿A quién se le ocurrió llamarlo ‘Sartrecillo valiente’?
A Loayza. Le venía como anillo al dedo a Mario. Y nos referíamos muchas veces a él con ese apodo, pero nunca lo decíamos en público, solo en privado. Eso quedó entre los tres, además de Sebastián Salazar Bondy y José Miguel Oviedo.
Vargas Llosa escribió la siguiente dedicatoria en Conversación en La Catedral : “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín”. ¿Por qué lo llamó a usted el Delfín?
La verdad es que nunca me llamaron El Delfín, pero parece que Loayza y Mario se referían a mí con ese apodo. Nunca le he preguntado de dónde salió (ríe). Hay cosas de las que no se hablan. Por ejemplo, nosotros éramos los más íntimos amigos de Mario, pero nunca nos mostró el cuento “Los Jefes”, con el que ganó un concurso y se fue a París.
¿Usted se enteró una vez publicado el cuento?
Sí. Era bastante reservado. Incluso, cuando él se va a Madrid, sabíamos que estaba escribiendo una novela sobre el Leoncio Prado, pero no teníamos idea de la condición experimental que iba a mostrar La Ciudad y Los Perros.
Por esa época, Vargas Llosa le envió a usted varias cartas desde Europa en las que se cuestionaba su talento como escritor.
Sí. Él no solo quería ser un escritor, sino un gran escritor. No solo quería escribir un libro importante, sino muchos libros importantes. Él repetía esta frase de Balzac: “Que el peso de mis libros baste para aplastar a un hombre”. También le encantaban el empeño y la tenacidad de Flaubert. Loayza tuvo una frase muy precisa: “Mario es un Balzac que quiere ser Flaubert”.
Hay una anécdota en la que ustedes quisieron celebrar la elección de Raúl Porras
Barrenechea como presidente del Senado en 1957 y terminaron en el Cinco y Medio.
Sí, eso lo contó Pedro Escribano, pero la reunión no fue celebratoria. En una de las tertulias se mencionó a El Parral, que quedaba en el Rímac y donde había una amplia pista de baile. Porras era presidente del Senado y quiso conocerlo. Así que lo invitamos para un jueves.
¿Quiénes acompañaron a Porras?
Éramos Loayza, Mario Vargas con Julia Urquidi, yo con mi esposa que estaba embarazada,
y una prima de Julia –cuyo sobrenombre era ‘ La Cachito ’– con su esposo. Y ella también estaba embarazada. Porras llegó con el carro del Senado y enfilamos a El Parral. No encontramos mesa porque, de puros tontos, no habíamos hecho reservaciones. Eran diez y pico de la noche, y Porras nos invitó a un lugar nuevo, ese restaurante de pollos llamado…
¿ La Granja Azul ?
La Granja Azul. Estaba muy de moda. Enfilamos a Santa Clara y el dueño nos dijo que ya se había apagado el fogón. Estaba dispuesto a prenderlo, pero demoraba tres cuartos de hora. Preferimos regresar. En el camino, Porras dijo que había un restaurante de pollos en la Carretera Central. Y el
Cinco y Medio –esta casa de citas– tenía como fachada un lugar donde se vendían pollos a la brasa.
¿Y qué pasó?
Fuimos al Cinco y Medio, y hubiera sido un escándalo espantoso (ríe), pues estaban el carro del Senado, el presidente del Senado e historiador Raúl Porras, unos muchachitos y dos mujeres embarazadas. Imagínate si hubiese habido ahí un fotógrafo avispado.
Cualquiera pensaría que estaban en una orgía.
Y además depravada. Nos sentamos a comer los pollos, pero las mujeres no sabían de qué lugar se trataba. En fin, no pasó nada (ríe).
¿Cómo era Julia Urquidi?
Una mujer encantadora, guapa, inteligente, trabajadora. Estaba profundamente enamorada de Mario. Fue una gran ayuda para él en toda su primera etapa. Primero encontraron un departamentito en La Quinta de los Duendes en Porta, luego Julia tuvo que irse a Chile y ya después Mario logró alquilar un departamento en Las Acacias (Miraflores), donde su vecino era el poeta Raúl Deustua. Allí nos reuníamos mucho y nos dedicábamos a conversar o a jugar.
¿A qué jugaban?
Juegos imaginativos. El juego de la risa, por ejemplo.
¿Cómo era ese juego?
Por sorteo, uno de los presentes tenía que hacer reír a los demás, y el primero que se reía lo reemplazaba. Y era terrible porque uno hacía el ridículo. Nadie estaba dispuesto a reírse porque nadie estaba dispuesto a hacer payasadas para que los otros se rían. Y en una ocasión le tocó a Mario hacernos reír, y se fue al dormitorio.
¿Para qué?
Se fue a ponerse una especie de turbante, con una pluma y un chal. Y salió en cuclillas, aleteando con el chal de Julia y dijo: “¡Soy el pájaro-mitra, soy el pájaromitra!”. Salió dando brincos, aleteando y todos nos reímos al mismo tiempo (ríe). Otro juego que nos gustaba era el de los insultos.
¿Cómo era ese?
Consiste en que, otra vez por sorteo, uno de los presentes se encierra en una habitación. Y los otros, en un papel, escriben un insulto para esa persona. Luego se le llama al agraviado y se le dicen todos los insultos. Y si adivina quién le dijo tal insulto, ese lo reemplaza. Y había gente que se ofendía.
¿Quién se ofendió?
Recuerdo mucho que la esposa de Raúl Deustua era muy sensible y se resintió. Es un juego riesgoso. Ella se molestó y se fue de la casa de Mario a su departamento contiguo. Teníamos también un juego que se llamaba El Hombre de Palo.
¿Cómo era ese?
Consistía en construir un cuento al revés. “El Hombre de Palo” es la última frase de una historia. Uno de los presentes dice: “El hombre de palo”, y el siguiente tiene que agregarle algo, pero al revés. Por ejemplo: “Mataron al hombre de palo”.
Y el siguiente dice: “Por las traiciones que había cometido mataron al hombre de palo”. Era un juego de imaginación y de memoria. Si te equivocabas dejabas una prenda.
Luego venían los castigos y uno debía hacer lo que le decíamos (ríe).
Eran buenos tiempos, ¿no?
Eran muy buenos tiempos. Fue una etapa de mi vida realmente preciosa. Duró pocos años, pues Loayza y Mario se fueron a Europa. Yo me quedé porque mi mujer salió embarazada. Y la idea fantasiosa de Mario era establecernos en el bosque de Brocelandia, un bosque que se menciona en las novelas de caballería, para dedicarnos solo a la escritura (ríe).
¿Se animaría a volver a jugar con Vargas Llosa?
Me gustaría volver a jugar el Juego de la Risa. A ver si él hace algo tan divertido como el ‘pájaro-mitra’ (ríe).
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