miércoles, febrero 16, 2011

Dos tipos impresentables

En Revista Ñ encuentro un artículo por demás curioso y prejuicioso. Dos tipos impresentables, del escritor británico Edward Docx.
Por un lado, está bien que se conozcan los señalamientos contra los Best Sellers que poco o nada dejan en los lectores, aunque millones de estos los consuman.
Pero tampoco hay que mezclar poéticas por el mero hecho de hacerlo. Una cosa son los bodrios de escritores como Dan Brown y otra muy distinta los libros herederos de lo mejor de la tradición de novelas de aventuras, como la conocida trilogía de Stieg Larsson.

...

Volviendo a Londres en tren el otro día, iba abriéndome paso hasta el coche comedor cuando fui presa de un shock al notar que prácticamente todo el vagón iba leyendo... novelas. Esto me alegró: en parte porque he comenzado a temer que estemos viviendo una especie de pesadilla de programa de talentos por TV, y en parte porque paso buena parte de mi vida escribiéndolas. ¿Dónde estaban las [revistas] Heats y las Closers? me pregunté ¿Las Maxim y Cosmo? ¿Dónde los iPads, los iPhones, los BlackBerrys? Ni siquiera uno de los pasajeros hablando por el teléfono, maldición. Todos estaban leyendo. Silenciosa, atentamente, leyendo.
Mi alegría se tornó, diría, menos alegre cuando me di cuenta de que todos en realidad estaban leyendo el mismo libro. Sí, adivinó: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y que finalmente se convirtió en la Reina en el palacio de las corrientes de aire. En los tres vagones siguientes, la misma historia –hombres, mujeres, bebés. Un vistazo por la ventanilla reveló que hasta las vacas estaban en la misma –concentradas, olvidadas del pasto. Y cuando finalmente llegué al coche comedor, recibí como saludo un suspiro y un ceño fruncido que indicaban: “¿cómo se atreve?” ¿Por qué? Porque para materializar efectivamente mi copa de sedimento lactescente el empleado de la barra tenía que dejar de lado su... Stieg Larsson.
En términos de ventas, 2010 fue el año de Larsson. De nuevo. Sus tres libros fueron los tres títulos de ficción más vendidos en Amazon Reino Unido. Junto con Dan Brown, conquistó el mundo. El éxito de la trilogía Millennium es un caso de apetito público inimaginable, asombrosas ventas internacionales, grandes éxitos en la pantalla grande, editores perplejos y (enfrentémoslo) una ficción con una fórmula no tan originalmente reformulada. No menor entre las razones de la contrariedad de la industria (y los colegas escritores) es el amateurismo de los libros –algo que curiosamente Larsson tiene en común con Brown. Tanto lectores como editores y escritores pueden coincidir en que John Grisham, Tom Clancy o Danielle Steel construyen su enorme base de lectores sabiendo precisamente lo que hacen: son profesionales magistrales y sumamente hábiles en su oficio. A la inversa, Brown y Larsson –en sus diferentes estilos– son increíblemente malos.
Tomemos a Dan Brown, por ejemplo, describiendo –sin inmutarse– que para las mujeres la voz de su héroe es “como chocolate para los oídos” antes de hacer que dicho héroe se diga a sí mismo que “sabía lo que venía después” –“alguna frase ridícula que decía algo de ‘Harrison Ford en traje de Tweed”. Dejando de lado la escrupulosidad de la política de género (otro punto en común con Larsson es el feminismo paródico) no es “ridícula” la palabra que estamos buscando acá. Larsson, por su parte, comienza la Parte 1 (“Incitación”) de su primer libro con el intercambio –ni conversación ni diálogo– lleno de acrónimos más tediosoS que he leído en mi vida. Sus dos personajes están varados porque a uno de ellos no le arranca el motor (no es broma) y empieza a “analizar lo que era moralmente defendible en ciertos contratos blindados de los años noventa”. El personaje “B” dice: “El CADI obtuvo garantías estatales para una serie de proyectos... El sindicato LO, también intervino... (y) Wennerström presentó un plan, aparentemente bien arraigado entre las partes interesadas de Polonia con el fin de crear una empresa que fabricara envases para la industria alimentaria”. Pausa durante una o dos líneas para asimilar todo esto antes –nuevamente sin ironía– de que el personaje “A” responda: “Esto está empezando a ponerse interesante”. No.
Estoy entrando en aguas turbulentas. Con Larsson ahora muerto y siendo un tipo tan decente, ¿cómo me atrevo a subir a cubierta para empezar a explicar –en medio de las tormentas publicitarias y los gritos de Hollywood y la catarata incesante de las ventas– que este trabajo no es muy bueno ni siquiera según los criterios de su género? Bueno, porque, en mi opinión, necesitamos recordarnos la diferencia –a falta de una mejor terminología– entre ficción literaria y ficción popular; porque, parafraseando mal al ensayista literario Isaac D’Israeli, “me parece una miserable compulsión nacional sentirse gratificado por la mediocridad cuando tenemos ante nosotros lo excelente”.
Hay que discernir muy bien acá porque a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre este tema, el debate tiene mucho de teatralidad. Y esto sirve para ocultar (de ambas partes) una deshonestidad fundamental. Los defensores de la ficción popular no son sinceros en cuanto a las limitaciones, incluso de lo mejor de lo que hacen, siendo a la vez mordaces y falsos en cuanto a la ficción literaria (no hay historia, no pasa nada, etc.). Por su parte, los (igualmente poco sinceros) defensores literarios dicen: “No nos culpen a nosotros, es culpa del editor –son ellos los que ponen el rótulo a los libros y nosotros realmente no vemos la distinción”, o, peor todavía, adoptan la postura y el tono de malos actores recitando a Shakespeare y hablan de poesía y de profundidad sin que signifique demasiado ni convenza a nadie. Ambas posiciones son fraudulentas e indican algo (interesante) sobre la forma en que hablamos de literatura y cultura en líneas más generales.
Vale la pena volver a abordar la diferencia, ya que todos parecen haberla olvidado o haberse vuelto cautelosos respecto de su articulación. Principalmente esto: que aun lo popular bueno (no Larsson ni Brown) es por definición una forma limitada de escritura.
Existen convenciones y éstas limitan el material. Es la forma en que funciona la escritura y montones de personas que no escriben novelas parecen no entenderlo: si necesita un detective, si necesita que su héroe mate al maldito jefe de la CIA, si necesita bromas de compras falsamente feministas, fantástico; pero el correlativo de esas decisiones es una restricción en otras áreas. Si usted sigue las convenciones, un porcentaje significativo del pensamiento y la imaginación queda, entonces, fuera del ejercicio. Muchas decisiones ya están tomadas.
De esto se desprende que lo popular tiende a depender de una psicología de lector más simple. Si usted tiene un cadáver en la primera página, la pregunta es: ¿quién lo mató y cómo llegó acá? Y la curiosidad estimula a los lectores durante el recorrido. Como lo hace, por ejemplo, una búsqueda del tesoro (Brown) o la injusticia (Grisham) o el formato de misterio de habitación cerrada (Larsson). Nada de esto significa que escribir buenas novelas de suspenso sea fácil. Sigue siendo difícil. Pero es más fácil.
Esas también son las razones que hacen que un policial malo o una mala novela de detectives o de misterio parezcan mucho mejores que una novela literaria mala –las razones de por qué puede incluso llegar a tener éxito. Aunque un libro popular sea malo, tenemos la curiosidad y la conciencia tranquilizadora de que el escritor finalmente se despachará en contra de las convenciones. La ficción literaria mala, en su mayor parte, carece de esas posiciones alternativas y por lo tanto es mucho peor.
Para hacer una comparación: alguien puede decidir montar una gran cadena internacional de hamburguesas y vender millones de hamburguesas. O podría decidir abrir un solo restaurante que ofrezca una noche lasaña de anguila y al día siguiente codorniz bañada en regaliz. A todos nos gustan las hamburguesas y eso no tiene nada de malo. Pero seamos honestos: hay una gran diferencia tanto en la producción como en el consumo de las dos experiencias. Una vez más, vemos por qué la ficción literaria mala es mucho más aburrida que la ficción popular mala. Prestamos más atención al restaurante que afirma haber escogido cuidadosamente los ingredientes y que después empleó habilidad e imaginación para presentarlos en la mesa de una manera original, sorprendente, bella, inteligente y deliciosa. El fracaso en este segundo caso es por lo tanto mucho más irritante. Pero del mismo modo, si usted está en el negocio de la venta de hamburguesas, sus hamburguesas podrán parecer distintas –puede condimentarlas– pero la verdad es que todas son esencialmente iguales; o se está en el negocio de las hamburguesas o no se está.
Por eso los escritores populares no pueden afirmar que lo tienen todo. Pueden llevarse el dinero y las ventas y todo lo que los acompaña. Y podemos admirarlos sinceramente por hacerlo. Pero no habría que permitir que se salieran con la suya sugiriendo que estas cosas nos dicen algo sobre el valor intrínseco o el alcance de su trabajo. Tomemos por ejemplo al [best-séller] Lee Child hablando del tipo de sucedáneo de basura machista que confunde tanto la cuestión: “El concepto de thriller es: por qué los humanos inventaron la narración hace miles de años. (¿Sí?) El mundo era peligroso y estaba lleno de miseria, de ahí que quisieran la experiencia indirecta de sobrevivir al peligro. (¿De verdad?) Es el único género real y todo el resto se desarrolló al costado como lapas. (¿En serio? ¿Lapas?) Yo podría perfectamente escribir una obra de ficción literaria. (No, no podrías.) Me llevaría tres semanas (Seguro que no). Vendería unos 3 mil ejemplares (lo dudo) y sería por lo menos igual de buena que una de la competencia (De ninguna manera). Pero los autores literarios no pueden escribir thrillers. Pueden intentarlo a veces, pero nunca pueden hacerlo. (Crimen y Castigo)”.
Me encantaría terminar este artículo abordando las falacias del relativismo, exponiendo los otros errores de concepto que rodean a la ficción popular y la literaria (hay que enfrentarse con la clase) y luego redondear todo con una serie de extractos de cualquier cantidad de buenos novelistas contemporáneos a los que amo –Franzen, Coetzee, Amis, Proux, Ishiguro, Roth– para ilustrar nuevamente la feliz, rica y texturada diferencia. Pero no hay suficiente espacio. Nuestra cultura está cada vez más congestionada. Existe una enorme presión sobre los libros, una particular presión sobre la ficción y la mayor presión de todas sobre la ficción literaria. Y sin embargo, el idioma, no el fútbol, es nuestro mayor regalo al mundo. De modo que si queremos salvar nuestra excelencia en esta materia de su lenta extinción, simplemente debemos encontrar la forma de exponer más los mejores escritores del idioma a los vagones de gente de una punta a la otra del país que evidentemente siguen teniendo la voluntad y la capacidad de comprar novelas para el viaje. Porque en este momento –mientras usted lee esto– están siendo sometidos a un intercambio atrozmente malo (y traducido) entre el personaje A y el personaje B en un barco sueco averiado sobre la creación de una industria polaca destinada a fabricar envases para la industria alimentaria. Merecen algo mejor.

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