La bata japonesa
A razón de PROSAS APÁTRIDAS, Julio Ramón Ribeyro cruzó una iluminadora correspondencia, de 1975 a 1978, con el verdadero escritor fantasma de las letras peruanas: Luis Loayza.
El presente texto fue publicado hace varios años en la revista Hueso Húmero y reproducido en el 2006 en El Malpensante.
Recomiendo grabar el texto. Es, sencillamente, de antología.
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París, 5 de mayo de 1975
Querido Lucho:
Encontrarás junto con ésta un ejemplar de mis Prosas apátridas. Las he releído y he corregido algunas erratas antes de enviártelas, y la verdad es que el librito me ha dejado un poco meditabundo. Yo no sé lo que es ni qué cosa persigue. Es diferente ver un libro impreso que verlo en manuscrito. Mientras no esté publicado no pasa de ser un borrador, algo perfeccionable o renunciable, pero una vez que sale a la luz no hay nada que hacer, ya está allí, hay que asumir su entera responsabilidad, no cabe la menor excusa. Lo único que deseo es que cada lector encuentre una prosa, aunque sea una sola, que le guste, que le diga algo, que le sugiera algo, de la cual retire algo que sólo se encuentre allí. Pero quizás estoy pidiendo demasiado.
Lo que sí quisiera decir es algo sobre su título que, como te dije en mi anterior, se presta al equívoco. Basta ver la carátula para darse cuenta de que el diagramador ha “tombé dans le piège” y ha pensado que se trata de las prosas de un apátrida. Observarás que el título no tiene nada que ver con la nacionalidad. Yo quería aludir al carácter mismo de los textos, que son textos sin “patria literaria”, es decir que fueron escritos en diversas épocas y circunstancias, con la intención no muy precisa de ser incluidos en alguna novela, cuento o artículo, pero que se quedaron sin lugar, porque no se les dio cabida, ningún género quiso hacerse cargo de ellos, eran el estorbo definitivo y al final no les cabía otro destino que ser fragmentos, textos dispersos, desamparados. Fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la tara de la soledad. Ésa es, en muchas palabras, la explicación del título.
Pasando a otras cosas, me complace que mi última carta te haya puesto de un “humor excelente” como dices, lo que es una manera muy británica de confesar que te halagó. Ése era mi propósito. Yo no creo, como tu amigo Léautaud, que “admirar empequeñezca”. Escatimar un elogio, cuando es merecido, es propio de los espíritus mezquinos.
En tu carta tocas varios temas que me interesan, pero uno en particular es de aquellos a los cuales hace años le doy vueltas sin encontrarle una respuesta adecuada. Me refiero a las relaciones entre biografía y obra literaria. El asunto puede enfocarse desde muchos puntos de vista, pero sólo quiero mencionar uno: si al valorar una obra literaria tenemos que tener en cuenta las circunstancias de la vida de su autor. Proust, como lo recuerdas muy bien en tu carta, censuraba en Saint-Beuve la tendencia a mezclar lo biográfico y a menudo lo anec-dótico con la crítica literaria, pero fue Valéry quien llevó esta actitud a su extremo al imaginar una historia de la literatura que prescindiese totalmente de toda referencia a los autores de las obras. La idea es bastante seductora, pero a mí no me llega a convencer del todo. Justamente en estos días tuve que viajar a Utrecht para dar una conferencia nada menos que sobre literatura peruana en unos de esos incomprensibles institutos latinoamericanos que funcionan en las ciudades menos pensadas. Como tenía que tratar de la novela indigenista tuve que documentarme de la vida de Ciro Alegría, que conocía muy superficialmente, y así pude comprobar que fue una tragedia —iba a decir griega o china, pero diré simplemente peruana: prisiones, deudas, desarraigo, enfermedades, deportaciones, angustias, divorcios, etc.—. Sus obras más importantes fueron escritas antes de los 30 años. Todas ellas lo fueron además con el propósito de presentarse a un concurso que de ganarlo lo sacaría de apuros. El conocer el contexto en el cual esta obra fue escrita ha modificado mi opinión sobre ella. Yo que tendía a desdeñarlo un poco comprendo ahora que su labor fue “heroica”, para emplear un término tuyo, y que por ello mismo merece no sólo respeto, indulgencia, sino una valoración diferente. Muy distinto es el caso de Arguedas. Arguedas es un escritor de la “madurez”. Su primer libro importante, Yawar fiesta, aparece en 1940, justamente el mismo año en que Ciro publica su último, El mundo es ancho y ajeno, y ambos tienen casi la misma edad, pues Ciro nació en 1909 y Arguedas en 1911. Así, puede decirse que Arguedas inicia su carrera literaria y afianza su vocación de escritor cuando Ciro la relega a segundo plano. Aparte de ello Arguedas escribió sin ninguna premura material, en una situación más estable, sin prisa ni plazos que se vencían. No creo que esto explique el valor y el alcance de sus obras, pero ayuda a comprenderlas y permite una evaluación más equilibrada. Me dirás que en literatura lo que interesa son los resultados, no la vida del autor. Es cierto y no es cierto (de allí que no sepa aún qué pensar), pero creo que las circunstancias históricas, biográficas, sociales, familiares, etc., cuentan, y así, el Quijote no sería lo mismo si en lugar de Cervantes lo hubiera escrito, digamos, un amigo de Ricardo Palma, así como tampoco admiraríamos tanto Los cantos de Maldoror si en lugar de ser la obra de un adolescente que vivió en París en la segunda mitad del XIX fuese el ejercicio de un profesor actual de la Sorbona. En fin, con estas opiniones que dejo fluir, sin mayor examen, no pretendo resolver nada, tal vez sólo darte pie para que me contradigas.
Hay otros puntos en tu carta que merecen un comentario, pero los dejo para otra oportunidad. Ya te doy bastante lata con mi librito y con estas interrogaciones. Confío que tu proyecto de breve excursión a París se realice. Daríamos una vuelta por los jardines del Palais Royal, por donde cuando trabajábamos en la AFP hacíamos a veces un recorrido rápido y fantasmal después del almuerzo en la cantina.
Un abrazo de
Julio Ramón
Ginebra, 12 de mayo de 1975
Querido Julio Ramón:
Tu libro me gusta: ya verás que esto no es un elogio convencional, trataré de decirte por qué me gusta. Le encuentro un defecto y es su brevedad. Espero que sea solamente la primera edición de un libro que seguirás escribiendo y publicando, es de las obras que ganan y no pierden con la abundancia. Quisiera nuevas ediciones aumentadas, en primer lugar por razones egoístas, en estos casos las más importantes, pues me gusta tener cerca libros como el tuyo para, después de haberlos leído, abrirlos de cuando en cuando al azar y recorrer algunas páginas, son como la conversación discreta del autor (uso el adjetivo discreto no a manera de aprobación tibia o aun de censura velada, sino como uno de los mayores elogios), mientras que las novelas, los cuentos, los ensayos son cada vez más la exhibición de conversadores brillantes (o que pretenden serlo) y enfáticos que no admiten dudas ni resistencias, no dejan hablar a nadie y acaban por ser insoportables. En segundo lugar, porque nos faltan estos libros y los autores capaces de escribirlos en nuestras pobres literaturas (la peruana y la del idioma) y porque, devolviéndote algo que me dijiste a propósito de El sol de Lima, creo que tu ejemplo será útil, sobre todo en Lima donde la inflación verbal es tan aguda, para recordar a los lectores que escribir bien no es emplear una serie de tretas o de técnicas sino sencillamente sentir, pensar y decir lo mejor posible.
Es mucho pedir que el lector adivine que el título alude al hecho de que los textos no tienen “patria” o género en la literatura, puesto que, para empezar, sí que la tienen: el cuaderno de notas que muchos escritores han publicado como tal, o en forma de diario, o una a una en diarios o revistas antes que se impusiera el llamado periodismo moderno, tan ilegible. Pienso a veces en tu amigo Renard, aunque felizmente careces de su manía aforística, para mí exasperante, que interrumpe la fluencia de la buena prosa, en La tumba sin sosiego de C. Connolly, desde hace muchos años unos de mis libros preferidos, y hasta en los cuadernos del admirable Hawthorne. Será difícil, además, que el lector desconozca el hecho biográfico del escritor fuera de su patria (allí estarán el prólogo y la carátula para recordárselo) y hasta podrá pensar en un escritor que ve las cosas como hombre y no como un peruano, aunque creo que esto no es cierto y en muchas páginas reconozco al sudamericano, al peruano y hasta al limeño.
Naturalmente estás instalado en la ciudad, no incurres en el exotismo al revés del recién llegado, ni en el metequismo de quienes durante años enteros siguen con la boca abierta ante París, ya que “al cabo de habitar varios años en una ciudad no vemos ya las plazas, las avenidas, los monumentos”. Al mismo tiempo me gusta en el título cierta ligera protesta que creo advertir contra la demagogia al uso. A fin de cuentas lo del título no es muy importante, ya te digo que espero nuevas ediciones de tu libro, que podrás llamar, si quieres, Diario a secas. Es un poco eso, ¿no? Evitas el exhibicionismo de las falsas confidencias, pero quien sepa leerlas encontrará páginas de auténtica y profunda intimidad, en las que has sido capaz de mirar tu vida y tu muerte sin parpadear, aunque sea un instante. No caes en lo patético, que hubiera aumentado tus posibilidades de éxito inmediato, pero en virtud de esta contención o elegancia tu libro tiene más posibilidades de durar. (La duración de los libros es ya unos de tus temas, sobre el cual podría extenderme mucho.) En fin, el libro es una demostración de inteligencia literaria, para mí una alta y noble forma de cultura. La acción y el estilo de esta inteligencia es el libro mismo, más que las ideas o imágenes sobre las cuales te escribiré por separado. Ahora sólo quiero agradecerte el envío del libro y felicitarte cálidamente por él. Creo que te pasa un poco lo que a mí: ver tus libros recién impresos te provoca cierta desazón que se convierte en repugnancia cuando los abres y al releerte adviertes solamente los errores. Créeme a mí que, en efecto, me precio de ser un juez incorruptible de las Letras, como dices con oblicua sonrisa miraflorina: es un buen libro, puedes estar contento; te lo agradezco y me alegro contigo.
Saludos en tu casa y para ti un gran abrazo de
Luis
París, 19 de mayo de 1975
Querido Lucho:
Me encanta que mis Prosas apátridas te hayan gustado y que me lo digas además con tanta naturalidad. Y con tanta precisión. Si he tardado en responderte es porque quería salir un poco del estado de “excelente humor” que me causó tu carta y evitar que mi respuesta tradujera un regocijo desmesurado.
Lo que dices acerca de la brevedad del libro es muy cierto. Yo había pensado reunir en esta primera edición cien prosas, pero me quedé en ochenta y seis. De todos modos, catorce textos más no habrían resuelto el problema. Si logro alargar esta vida difícil, espero que la próxima edición contenga doscientas o trescientas prosas y se convierta así en un libro de compañía, aquellos a los que uno regresa de cuando en cuando, sólo para hojearlos, en esos momentos terribles en que frente a su biblioteca se pregunta: “Y ahora, ¿qué leo?”.
No creo, en cambio, que la próxima edición se llame Diario a secas, como propones. Por una razón muy simple: que hace años llevo un diario —no cotidiano, por cierto— diferente a las Prosas apátridas. Mi diario es más personal, monótono, espontáneo, tiene todos los defectos de todos los diarios y por ello su valor literario es discutible. Tendrá importancia en la medida en que yo llegue a ser un escritor que cuente y entonces sirva a biógrafos y críticos como fuente de consulta y apoyo a sus elucubraciones. En todo caso yo me doy cuenta cuándo estoy escribiendo una nota de diario y cuándo una prosa apátrida. Éstas surgen ya con tono particular, más impersonal, abstracto por momentos, y cierta tendencia a la autonomía con respecto a mi vida. Me doy cuenta ahora de que son en realidad páginas de mi diario, pero que por una razón x, pasan automáticamente a otro nivel.
Mencionas a Connolly en tu carta. Yo había pensado hacer referencia a él cuando te envié el libro. Tú me prestaste La tumba sin sosiego en 1961. Es una de las innumerables fuentes de mis prosas. Cuando te he hablado de la rareza o marginalidad de mi libro me limitaba sólo a la literatura peruana. Lo que yo he escrito es sólo la cola de incontables libros: moralistas franceses, diaristas de toda clase, autores de poemas en prosa, etc. Pienso particularmente en Le spleen de Paris, no porque trate de emular a Baudelaire, sino porque el prólogo de su libro siempre me sedujo, cuando habla de “fantasía tortuosa” o de “serpiente”, algo que se puede coger de la cabeza o de la cola o del medio.
Este tipo de libros tienen sin embargo un peligro: el que nos va constriñendo cada vez más al fragmento, al breve texto bien elaborado y muy significativo, y nos hace dejar de lado la obra para la cual quizás estábamos dotados, el Libro, así con ma¬yúscu¬la, el librote orgánico, con una estructura y que para mí es ya casi una utopía. Gran novela, digamos, o algo parecido. Trabajamos literariamente así al por menor, al centaveo, y estamos amenazados de no escribir al final más que aforismos.
Para evitar este escollo yo trato de escribir paralelamente otras cosas, entre ellas más cuentos, género del cual no logro hasta ahora deshacerme. Pero perseveraré en las prosas apátridas, créemelo, por mi propio placer y satisfacción de algunos amigos.
Un abrazo de
Julio Ramón
P.S. Fui a ver la exposición de Fuseli. Francamente no me gusta mucho. Lo encuentro muy literario, aunque creo que no quiso ser otra cosa. Si te interesa te puedo enviar el catálogo de la exposición.
París, 7 de junio de 1975
Querido Lucho:
Esperaba para contestarte una de esas mañanas inmóviles, epistolares. La de hoy es luminosa, tibia, lenta, parece que nunca va a terminar. En una mañana como ésta caben varias cartas. Pero ahora que releo tu última, lo que acabo de decir cae por tierra, pues si tuviera que contestar punto por punto me harían falta muchas mañanas como ésta. Elijo unos temas al azar.
En primer lugar lo que dices sobre algunas de mis Prosas apátridas. Tus observaciones me han confirmado en la idea de que se trata de un libro discutible, por no decir refutable, salvo aquellos fragmentos que son puramente descriptivos. En muchos de mis textos las conclusiones van más allá que las premisas, falta un eslabón en el razonamiento, utilizo una palabra sin haber explicado antes lo que entiendo por ella. Pero en fin, esto no me incomoda mucho, pues la lectura será más fecunda en la medida en que el lector, percatándose de lagunas o fallas, trate de llenar las unas o de enmendar las otras, cuando no de rechazar el fragmento en bloque. Y si lo rechaza, ¿qué más da? No hay verdad que no contenga su contraverdad o, como dice Proust más explícitamente, “il n’y a pas une idée qui ne porte en elle sa réfutation possible”.
Más inquietante es tu precisión sobre Eróstrato. No es que me asuste cometer errores de este tipo sino que yo estaba seguro de haber verificado el dato antes de expedir mi manuscrito. Ahora he vuelto a abrir mi Larousse para buscar la referencia y veo en efecto que Eróstrato incendió el Templo de Diana y veo además la marca con lápiz que dejé en la enciclopedia cuando hice la consulta. ¿Por qué persistí en el error? Francamente no lo sé. Tal vez encontré entonces otra fuente de consulta, pero me parece dudoso. Ya estoy dudando si existió alguna vez una Biblioteca de Alejandría que fue incendiada.
Muy justa la distinción que haces entre novelistas natos y escritores capaces de escribir novelas. Yo tiendo a identificarme con los segundos, lo que no me alegra mucho, si bien convengo en que el más grande escritor latinoamericano de nuestra época, Borges, no es un novelista. Y no me alegra porque es difícil destruir el sueño juvenil de la gran novela, sueño que nos han legado otras literaturas (rusa, francesa, inglesa, etc.) y que nosotros abrigamos la esperanza de recrear en nuestra lengua y en nuestra época, lo que poquísimos han conseguido. Si seguimos persistiendo en este sueño es porque la novela sigue siendo el símbolo de la creación literaria por excelencia y la tentación de todo escritor, al menos mientras el género no termine por desintegrarse y ser reemplazado por otro.
Lo curioso es que yo me sigo interesando por la novela como escritura, a pesar de que como tú hace tiempo que leo muy pocas, me aburren, no logro entrar en ellas, a veces me exasperan. Las últimas contra las que me he estrellado (para sólo hablar de latinoamericanos) son El recurso del método y Tres tristes tigres. Ambas me parecen dos formas particularmente antipáticas del arte de novelar. La novela de Carpentier, por su estilo enjoyado, su inspiración libresca, su ostentosa erudición, su construcción artificiosa. La de Cabrera Infante, porque pertenece a esa familia de novelas tan en boga que son una reflexión, una crítica y una parodia de la novela, lo que me parece una actitud estéril (salvo que se sea un Cervantes, un Joyce o tal vez un Nabokov). Por ello me parece mucho más valiosa la actitud de un Vargas Llosa, que no se plantea el problema de la caducidad del género ni duda de su necesidad y escribe verdaderas novelas, demostrando con su obra que es posible hacerlo hoy.
Si dispusiera del tiempo y las energías suficientes me gustaría escribir una novela policial (es cierto que mi novela inédita Cambio de guardia es ya bastante policiaca), pero un poco cómica. El personaje central del libro hace semanas que me habita, se presentó a mí con nombre y todo, conozco perfectamente su fisonomía, sus costumbres. No hay situación, por imprevisible que sea, en la que no sepa qué diría o cómo reaccionaría. Es un inspector de policía, encargado de asuntos criminales, un detective criollo. Se llama José María Morales, pero sus subalternos lo llaman Cervantes, no por su afición a las bellas letras sino por su capacidad para beber sin emborracharse la cerveza que lleva ese nombre. Tiene un ayudante, un zambo joven llamado Cabanillas, y ambos deben solucionar un complicado “caso”. Tengo el tono, la atmósfera de la novela, pero me falta la trama. Podrás imaginar que esta pareja no es precisamente Sherlock Holmes y su amigo el doctor Watson. Son realmente un par de burros, confunden los expedientes, destruyen por negligencia las huellas del crimen, se equivocan de muerto o de delito. Pero en fin, por suerte, por fantasía o por astucia solucionan finalmente el caso. Lo que necesito ahora y busco sin mucha fortuna es un buen “caso”, quiero decir, una historia criminal complicada y tal vez absurda, pero que dé pie para que mis dos personajes vivan, hablen, indaguen. Si por azar tienes alguna en la cabeza, que has desechado, obséquiamela. Recuerdo que una vez me hablaste de un argumento que tenías sobre una serie de crímenes en los que la víctima aparecía con un pañuelo verde amarrado en el cuello. Es todo lo que me acuerdo. Yo tengo una idea en la mente, pero un poco tremebunda y además sin solución argumental. Si te interesa te la explicaré en mi próxima.
Bueno, esta mañana que parecía interminable, inmóvil, se ha convertido en un mediodía pesado como un acreedor, que ya esta aquí, pidiéndome cuentas por otros asuntos. De modo que me despido con el tradicional abrazo.
Julio
Ginebra, 29 de agosto de 1978
Querido Julio Ramón:
Ayer al volver a casa encontré tu libro. He vuelto a leerlo y a pensar en él. Con tus libros anteriores me ocurrió que no quise escribirte sin tomar notas y pensarlo bien —y quizá sin haber escrito un artículo crítico—, y al final no hice nada. No quiero que me pase lo mismo y ahora prefiero mandarte mi impresión, aunque quizá apresurada, sin desesperar de escribir algo coherente sobre tus libros alguna vez.
Como creo haberte dicho (sin duda voy a repetir varias cosas que ya te he dicho a viva voz), no me gusta el título. Me parece que lo de “apátridas” no tiene ningún sentido. Sigues siendo peruano, limeño y hasta miraflorino, como yo (ya quedamos pocos: los de ahora son distintos; incluso los de nuestra generación que se quedaron han cambiado y a nosotros, en cierta medida, nos ha conservado, como un resto arqueológico o quizá un fósil, el vivir fuera). Justamente el hecho de que sea un peruano y no un apátrida quien observa París y la propia vida da el tono al libro. Que los textos sean apátridas porque no pertenecen a nin-gún género no creo que tenga mucho sentido; para comenzar, no tomo demasiado en serio los géneros (el que Palma inventara un seudogénero llamado “la tradición” me ha parecido siempre un error y una tontería), y tus prosas me parecen fragmentos del diario de un escritor para los que no faltan ejemplos, aunque escritos o seleccionados con una tendencia particular que los hacen interesantes. He dicho “prosas” y tampoco me gusta esta palabra en el título, pues da la idea de escritura de artista, atenta sobre todo a efectos de estilo, a cierto brillo superficial que está lejos —gracias a Dios— de lo que haces. El epígrafe de Tagore tampoco me gusta: patético y, en última instancia, incomprensible.
La literatura confesional —los diarios, las memorias— me atrae pero casi siempre me decepciona. Cuando intenté escribir algo sobre la primera edición de tu libro me compré un tomo de la nrf sobre los diarios íntimos (una antología) que encontré completamente ilegible. En teoría, supongo, un escritor puede contar sus intimidades (es lamentable que esto haya llegado a significar casi siempre su vida sexual), pero en la práctica el resultado suele ser un exhibicionismo vanidoso e intolerable. La discreción me parece una virtud en todas las relaciones humanas y, por supuesto, en la que se establece entre el autor y su lector. La personalidad del autor debe advertirse no a pesar de sino a causa misma de la discreción, como conocemos a un amigo sin necesidad de que se haya lanzado nunca a confidencias no solicitadas. Creo que el lector conoce mejor al discreto Corpus Barga que a la huachafa Simone de Beauvoir; en Corpus se tiene la impresión de llegar a conocer a un hombre por lo que dice y lo que no dice; en Simone, una escritora se pone la máscara de mujer moderna y nada nos dice saber cómo y con quién se acostaba.
Naturalmente creo que estás mucho más cerca de Corpus Barga, y la discreción sería la primera cualidad que elogiaría en tu libro. Creo que aun quien no te haya tratado personalmente aprende a conocerte un poco, ya hace tiempo que sé que todo lo que escribes está respaldado por tu persona —esto sería largo de explicar y me parece que por ahora no voy a intentarlo. Hay en tu libro la revelación de una verdadera intimidad.
La presencia de tu mujer y tu hijo, por ejemplo. Me parece aborrecible hacer literatura con la propia vida privada, sobre todo cuando se implica a otras personas, y tú no lo haces, pero entre líneas se descubre el afecto: pienso, entre muchas páginas, en la que comienza “Una mujer, cómo anima una casa” y en varias consideraciones generales sobre los niños, en que se advierte a un niño de carne y hueso cerca del padre que, sin que el niño se dé cuenta, piensa en él con ternura, con admiración, con cierta alarma.
No estoy seguro de que yo te llamaría escéptico. Tienes cierta desconfianza de las famosas “ideas generales”, forma —la desconfianza, no las ideas— muy literaria y nada despreciable de la inteligencia. Sobre todo te has librado de los grandes clisés, no te han tocado nunca los lugares comunes de la época, el marxismo barato que ve la economía, el imperialismo, etc., por todas partes, la jerga de la nueva crítica con su abuso de la palabra ambigüedad y otras, etc. Algunas de las cosas que dices están bien, otras menos y algún día podríamos discutirlas, otras, en fin, me parecen simples distracciones, como esa progresión geométrica de los antepasados, en la que te has olvidado que en el árbol genealógico de cualquiera una misma persona puede figurar varias veces —por ejemplo, puedes descender por tu padre y por tu madre de una misma pareja del siglo XII— y naturalmente que dos personas pueden compartir el mismo antepasado —tú y yo podríamos tener uno común en el siglo XVIII limeño. En todo caso, lo importante es que, buenas o malas, las ideas son tuyas, las has pensado tú y no el último libro que has leído.
Vuelvo otra vez a tu persona o al personaje que se va construyendo en episodios que aparentemente son sólo intelectuales. Creo que asoma, casi a pesar tuyo, un romántico que ha sobrevivido a todo. Lo advierto en el título, en el epígrafe, en la voz un poco trémula cuando rozas asuntos sexuales, en la ilusión un poco adolescente de pureza, en la ilusión y la preocupación de lo durable en literatura, en el trato de ciertos temas como el de las azafatas de las líneas aéreas en que la juventud y la belleza evocan inmediatamente la imagen de restos colgando de árboles tropicales, en ese no conformarse ante el olvido, el paso del tiempo, la fealdad de las gentes, la propia vida “y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido/ La pérdida del reino que estaba para mí”. Romanticismo sobre todo por el encarnizamiento frente a las propias ilusiones. Si el padre (¡venerado!) no siempre se quedaba en la oficina, ¿por qué pensar en que frecuentaba justamente los prostíbulos más abyectos? No serían los más abyectos —¿cómo saberlo?— y tal vez ni siquiera prostíbulos, pero otra persona, al descubrir el secreto podría reaccionar con ironía, con tolerancia.
Pero que seas como eres me parece muy bien. Una de las pocas cosas que creo haber llegado a comprender es que el escritor debe ser quien es y que esto es mucho más raro de lo que parece. Casi todos quieren parecerse a un ideal que no corresponde a su temperamento ni a sus fuerzas y, como muchas veces nos atrae lo que nos falta, lo que no somos, el resultado es fatal. Creo que te dije mi fórmula sobre Mario, a propósito de sus últimos libros: un Balzac que quiere ser Flaubert.
Esto no lo digo con ironía sino al contrario, porque a fin de cuentas Balzac, con todos sus defectos —de todos los grandes escritores es el más defectuoso y lleno de caídas—, me parece más grande que Flaubert. Mario tiene una fuerza verdaderamente balzaciana, una rara capacidad de organizar grandes masas novelísticas, pero ahora parece fascinado por cierta perfección estilística, formal que no es lo suyo y —a mi juicio— no le sale bien. En cambio, para hablar de ti no recurriría al nombre de ningún escritor: una formación francesa, sin duda, un don de observación, de meditación propiamente literaria que recuerda a algunos maestros del XIX pero, a fin de cuentas, lo que escribes es auténtico, impermeable a las modas, solamente tuyo.
Sabes que te he incitado a corregir la Crónica de san Gabriel, que me parece una novela preciosa bastante estropeada por descuidos de estilo. He estado tentado de mandarte un ejemplar cruelmente anotado, pero sólo tengo uno y no pienso deshacerme de él. En este libro encuentro también lo que me parecen algunos errores. En la n° 28, por lo demás admirable, en la que se siente el estremecimiento de quien ha atravesado y superado felizmente una terrible enfermedad, ¿por qué decir “no hollan terreno seguro” en vez de, simplemente, “no pisan terreno seguro”? En la n° 35, cuyo final es de un encarnizamiento muy ribey¬riano, un aparente cinismo para no ser culpable de ternura (“Alcachofa” “Y se fregó...”), la palabra orgasmo es inexacta: hay que ser muy hablador, y hablar muy rápido para decirse palabras durante el orgasmo, será durante el acto sexual. El “A mí” con que empieza la n° 60 ¿es español o el “A moi” francés”? Etc. Dicho todo esto, añado que no tiene importancia. Hace muchos años habría pensado que eran defectos serios. Ahora no lo creo. En estas prosas te has encontrado una forma que te conviene y deseo que las sigas escribiendo a menudo y durante muchos años. Eres un buen escritor, Julio Ramón, esto no lo digo fácilmente y me alegra poder decírtelo porque hace tiempo que siento por ti verdadero afecto y admiración. No te digo que tu libro durará, porque en el Perú hay tan poca competencia que duraremos todos y, de otra parte, porque soy capaz de imaginar una sociedad tan imbécil en la que no dure ni Shakespeare. Merece durar y espero que encuentre siempre los lectores que merece.
Recuerdos en tu casa. Un gran abrazo de
Luis
Se me acaba de ocurrir fotocopiar esta carta y mandarle una copia a Abelardo, tu prologuista, y quizá podemos iniciar una conversación a tres voces. Espero que no te parezca mal.
París, 1 de septiembre 1978
Querido Lucho:
El título Prosas apátridas no es un título feliz, claro, pero es un título que “ya pegó”. Debí elegir otro mejor en su momento, pero a estas alturas ya es difícil cambiarlo. Me vino de golpe, sin pensarlo, y los lectores lo aceptaron, dándole cada cual su propia interpretación. Acabo de leer una notita de Macera sobre este libro, verdaderamente delirante. Lo comenta a un nivel típicamente maceriano y termina empleando dos expresiones que se me han quedado grabadas: “proceso de nacionalización” e “interdicto de paternidad”. Bueno, esto es sólo un ejemplo de cómo cada cual entiende el título. En cuanto a que sea un género nuevo, yo no lo creo, como tú. Pero sí creo que muchos lo considerarán como una forma de expresión novedosa y original y tratarán de imitarlo —ya he notado algunas tímidas tentativas—, lo que será fatal para ellos y para mí. Para ellos, pues como bien supones, estos textos no surgen del aire, sino que son la emanación y la selección de una obra mucho más vasta, mi diario, que les sirve de sustento. Fatal también para mí, pues la imitación degrada y caricaturiza al modelo.
En tu carta dices cosas sobre mí que me han dejado songeur (¿pensativo?, ¿soñando?, no veo por ahora el equivalente), no porque sean buenas o malas, sino por que son exactas. Dices algo como que soy “un romántico que se ha sobrevivido”. No diré que esto me halaga, pero sí me sorprende, pues justamente hace un tiempo, hablando con Alfredo Bryce, convinimos en que ambos éramos escritores que podrían calificarse de “neorrománticos”. Luego me di cuenta de que Bryce y yo teníamos concepciones diferentes del romanticismo, pero de todos modos vale la pena la coincidencia. Bryce se considera romántico a causa de su vida aventuresca, sus renovadas historias sentimentales, su pasión por viajar y recorrer tierras extrañas, la búsqueda de cierta intensidad en todas sus experiencias y la manera como él deja, al menos en su última novela, que su vida amorosa impregne todo lo que escribe. Yo soy romántico de otra manera. Se puede ser romántico sin salir de su habitación ni vivir amores candentes. Lo soy, no sólo por muchas de las cosas que dices, sino porque en lo que escribo, a pesar de su aparente frialdad y a veces exceso de raciocinio, hay una poderosa carga sentimental que es, a la postre, lo que me mueve a escribir y que me llevaría fácilmente a la sensiblería —y me ha llevado algunas veces— si no me escudara tras la ironía.
Otra cosa que quería comentar es tu observación sobre lo de que “el escritor debe ser quien es”, frase que citada entre comillas y fuera de su marco puede parecer una perogrullada. Pero tal como tú lo enfocas es rigurosamente exacta, una de esas certezas que uno adquire con los años. Sobre esto tengo una anécdota, que podría ser más bien una metáfora, a la que llamo “la bata japonesa” (si Vargas Llosa tiene su “caja china”, ¿por qué no tener yo mi “bata japonesa”?). Alida me trajo de Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo, tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es el fruto de una cultura y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es sólo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles, ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ello la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres, y no para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.
Esto puede parecer una “prosa apátrida”, pero mi propósito es relacionarlo con tu boutade sobre Mario: “un Balzac que quiere escribir como Flaubert”. Dejando de lado todo lo que de elogioso puede haber en la fórmula (de acuerdo en que Mario es balzaciano y que Balzac es verdaderamente el “grande”), también es cierto que nuestro amigo se ha metido en su última y en parte penúltima novelas no sólo en camisa de once varas sino en la “bata japonesa”. ¿Por qué demonios tentar la prosa artística, el humor, lo autobiográfico, cuando su grandeza venía justamente de la exclusión de esos elementos? Para citar sólo referencias latinoamericanas, su prosa nunca será más trabajada que la de Carpentier, su humor más natural y eficaz que el de García Marquez y su vida más novelable que la de tantos escritores que se pueden citar. No lo entiendo verdaderamente. Yo tengo a veces ganas de decirlo o decírselo, pero francamente me inhibo. Tal vez me anime a tocar el tema en una carta que debo escribirle (Alida acaba de regresar de Lima y Mario tuvo para con ella atenciones muy afectuosas), pero aún no sé cómo lo tomará. Más aún cuando hay una tendencia en muchos críticos y articulistas a oponer, contraponer la imagen de Mario a la mía, lo que yo considero inaceptable por cantidad de razones, entre otras porque los términos de la comparación son inoperantes: Mario es el “gran” escritor y yo —si tú lo admites— un “buen” escritor.
Veo que me será imposible responderte en detalle. Echas tantas ideas en tu carta, al desgaire, que no puedo recogerlas todas. Muy simpática tu apreciación sobre Crónica de san Gabriel y lo imperioso de corregir sus descuidos. Ya que no quieres prestarme tu ejemplar anotado, la próxima vez que pase por Ginebra tomaré notas de él.
Antes de concluir ésta, dices algo en tu carta que me ha hecho vacilar. Tenía pensado, y aún lo tengo, publicar mi diario en dos o tres volúmenes (los años 50 al 70). Si la duda me viene es porque se trata de un género viciado por una serie de taras naturales, humanas: exhibicionismo, vanidad, autocomplacencia, etc., como lo dices. ¿Qué hacer en este caso? ¿Correr el riesgo? Lo cierto es que voy a tener que releerlo de corrido para ver si no incurro excesivamente en esos vicios. Para lo cual necesito primero pasarlo en limpio, lo que me parece agobiante.
Me parece muy bien que le hayas enviado copia de tu carta a Oquendo, pero dudo que ese flojo responda. Los limeños o peruanos en general nunca se han caracterizado por una vocación epistolar.
Bueno, mis cariños a Rachel y un afectuoso abrazo de
Julio Ramón
Supongo que estarás siguiendo el torneo Karpov-Korchnoi, que a mi juicio es de nivel más bien bajo, poco brillante quiero decir, salvo algunas hábiles combinaciones del campeón.
París, 21 de septiembre 1978
Querido Lucho:
Tus notas sobre San Gabriel llegaron justamente cuando te estaba escribiendo para pedirte que no te olvidaras de enviármelas. Las he leído con el interés que puedes imaginar, pero sobre todo con sorpresa. Sé y sabes que cada lector lee un libro a su manera, pero hay lectores que con su lectura establecen una nueva red de relaciones no sólo entre el libro y sus pares sino entre el libro y su autor y entre el libro y la literatura. Tus notas me han permitido encontrar en mi novela aspectos que no había visto y sentidos que no había previsto.
Por ejemplo: yo había pensado que una de las características de San Gabriel era la delimitación precisa donde ocurre la acción y la clasificaba por ello dentro lo que llamo “novelas del espacio cerrado” (así como hay novelas del cuartel, del convento, del internado, del sanatorio, etc., San Gabriel sería la novela de la hacienda, considerada ésta como una microsociedad jerarquizada). Tú me has hecho notar que este aislamiento es aparente y que este mundo celular está en realidad vinculado con el exterior a través de diferentes puentes, que van desde la dependencia económica hasta la disposición anímica de los personajes, cuyos sueños, conversaciones, aspiraciones tienden hacia el mundo exterior, en virtud de una dinámica que los conduce finalmente a la salida y a la dispersión. Todo esto que te digo no está muy claro. Podría resumirlo así: has “desenclavado” la novela para situarla en un contexto más amplio, del cual recibe una sobrecarga de sentido que la enriquece y explica. Ello te permite además —por primera vez, creo, en tus ensayos— un enfoque económico y político del libro que, a mi juicio, es acertado, no sólo porque “las cosas son así”, sino porque termina con la manera tradicional de leerlo como una novela puramente psicológica.
Otra cosa que destacas en la novela son las oposiciones entre el narrador y sus parientes, éstos y los indios, los indios y el narrador, el narrador y la naturaleza, etc., oposiciones que yo no había premeditado pero que en efecto “están allí” y que podrían prestarse a una serie de prolongaciones y reflexiones. Como también me han interesado tus alusiones al carácter “iniciático” del libro (sobre esto me parece que alguien escribió una disertación en una universidad USA, pero no estoy seguro, tendría que buscar el artículo) y lo referente al “punto de vista” (tan caro a James y del cual hemos hablado) y que yo debo haber implicado empíricamente, sin prever su alcance. En fin, podría decirte aún muchas cosas sobre tus notas, pero me viene el escrúpulo de convertir esta carta en un comentario a tu comentario, el que tal vez suscitaría un nuevo comentario tuyo y de vuelta otro mío y así hasta el infinito. Prefiero francamente evitar este juego de espejos y de reflejos, muy literario por cierto pero que entraña el peligro de convertirse en mero ejercicio de la inteligencia.
Me vienen más bien otro tipo de observaciones, más personales o concretas. Por ejemplo, la incomunicación de la que hablas y que es patente en la novela, ¿hasta qué punto estaba determinada por mi propia situación cuando la escribía? Munich, 1956: acababa de llegar a esa ciudad, no hablaba alemán, pasaba los días encerrado en un cuarto de un suburbio obrero, el horrible invierno no me permitía salir ni tomar contacto con el barrio y sus atracciones (cervecerías, parques, etc.), mi único amigo, Alberto Escobar, vivía en el polo opuesto. Durante tres meses, por lo menos, no crucé prácticamente palabra con nadie. Fue durante esos tres meses (según he verificado en mis cuadernos manuscritos) que escribí los veinte primeros capítulos de San Gabriel, de un solo aliento. Nunca he vuelto a escribir con esa facilidad y velocidad. Los cuatro últimos capítulos los escribí dos años más tarde, cuando ya se había roto la atmósfera espiritual del comienzo.
Es por ello que esos capítulos muestran una aceleración en los hechos, que tú has perspicazmente señalado.
Otro detalle: hay una especie de flous en mi memoria que me impide distinguir a veces lo real de lo inventado. No en incidentes espectaculares (por ejemplo, el terremoto no se produjo en la hacienda cuando yo estuve sino meses más tarde), pero sí gestos, diálogos, pequeñas escenas. La ascensión al cerro: no sé ahora si llegué realmente a la cumbre o si sólo contemplé el paisaje desde la falda. Y como ésta hay otra serie de situaciones que no sé si pertenecen al dominio de lo vivido o de lo imaginado.
Recapitulando, no podría decirte ahora si tus notas se alinean en la categoría de las óptimas (y que en El sol de Lima tengo marcadas) o solamente de las buenas (y aquí terminan las categorías). De todos modos a mí me ha producido un gran placer leerlas y, para completar tu dedicatoria manuscrita, me he sentido halagado y visto en mi solapa “la hoja de laurel”, de que habla Darío.
Y ahora, puesto que todo regalo se hace completo, me gustaría que alguna vez me señales los descuidos, faltas o errores que has notado en la novela, pues creo como tú que vale la pena subsanarlos, si se trata de cuestiones redaccionales fáciles de corregir. No veo en lo inmediato una reedicción de este libro, pero no debo descartarla.
En tu carta anterior citabas a Renard y hablabas de Léautaud y algo pensaba decirte sobre ambos, pero ésta se alarga mucho y prefiero guardar mis reflexiones para otra oportunidad. Te anticipo que al primero lo releo poco o nunca, pero de sus libros nunca me desprendo. En cuanto al segundo, lo detesto.
Pienso esta noche “me plonger” en la lectura de Charles Bukowski, de quien compré dos libros ayer, influido, lo reconozco (y por primera vez), por una publicidad escrita y televisada a nivel mundial. Es actualmente la vedette USA, un viejo borracho, porno, sucio, a quien no se vacila en llamar el “nuevo Rabelais”. Ya te comunicaré mis impresiones.
Bueno, Lucho, gracias por las notas, de las cuales espero que algún día podremos hablar directamente, y un abrazo.
Julio Ramón
1 Comentarios:
Buenísimas, de Ribeyro siempre me han gustado sus diarios
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