martes, febrero 08, 2011

Una milagrosa explosión de hormonas

Una milagrosa explosión de hormonas es el extenso reportaje de Manuel Vicent sobre la diva Sophia Loren.
Publicado en la última edición de El País Semanal.

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Aunque había nacido en Roma, en 1934, Sofía Villani Scicolone venía del ambiente pastoso de Pozzuoli, de cerca de Nápoles, donde se crió de niña. Primero fue el terror a la oscuridad que precedía al sonido de las bombas; luego, terminada la guerra, el fantasma del hambre y la miseria que se estableció entre los gritos de las mammas por los patios de luces y de los vendedores en el mercado, el estruendo de escapes de motocicleta, la música de tarantelas, funiculí funiculá, el milagro de la sangre de san Jenaro que se licuaba cada año y el celo de los machos que desde la acera con la espalda en la pared seguían con la mirada pegajosa el culo de las chicas hasta que doblaban la esquina.
Los marines recién desembarcados repartían chocolatinas a los niños desde lo alto de los carros de combate y algunas madres ofrecían a sus hijas adolescentes a los soldados norteamericanos a cambio de un kilo de pan. Sofía Villani había crecido bajo el bombardeo en un tiempo canalla de héroes y escombros, pero las banderas más patrióticas del sur de Italia, recién liberado, seguían siendo los calzoncillos, bragas, sostenes, pañales, pantalones y camisas que colgaban de la trama de cuerdas tendidas entre los balcones del laberinto de calles napolitanas a cuya sombra esta criatura desgarbada y de piernas largas abrió los ojos desvalidos al resto de los sentidos. Solo había una salida. Su tía la llevaba al cine desde la primera sesión hasta la última, donde Rita Hayworth e Yvonne de Carlo, Charlot y Cary Grant, a falta de pan, alimentaron sus sueños, de los que ya nunca se recuperó.
De pronto, a los trece años sus hormonas hicieron explosión y le fabricaron un cuerpo poderoso de mujer con un alma igual de fuerte, debido a las tragedias que había vivido de cerca. Esta experiencia generó el rasgo fundamental de su carácter. Desde entonces fue esa chica que en el cine a ningún productor, policía malo, detective costroso, gánster o mafioso se le ocurriría nunca llamarla muñeca o nena, como sucedía con otras estrellas del tamaño de Marilyn Monroe o Lauren Bacall, sin exponerse a que le arrojara el plato de espaguetis a la cara.
Su madre, Romilda, casada con el ingeniero Scicolone, que la había embarazado dos veces sin llevarla al altar, se ganaba la vida tocando el piano y resarcía sus sueños de artista en papeles de poca monta. Romilda llevaba a su hija allí donde pudiera sacar las plumas, a concursos de belleza, a la cola de los extras de películas, a las oficinas de modelos para fotonovelas sin separarse nunca de ella, no fuera a comerse algún lobo a su caperucita. Uno de los primeros trabajos de Sofía en el cine fue de esclava romana en Quo vadis, pero su gran papel lo desarrolló en un concurso de belleza donde enamoró al mandamás de la industria cinematográfica italiana Carlo Ponti, un hombre de la misma edad que su madre, que fue para ella padre, hermano, amigo, amante y marido, con el que se casó en 1957 a los 23 años, le dio dos hijos y logró retenerlo hasta el final de su vida como esposa sumisa, incluso después de hacerle bígamo, meterlo en pleitos para anular el matrimonio, volverse a casar y tener que huir juntos de Italia.
Ante todo, ser artista consistía en ganarse el pan, pasando por todas la humillaciones consabidas. Comenzó entonces a ser Sofía Loren, al principio una actriz un poco caballona, sin desbravar, toda exterior, la boca grande, los pechos desbridados, con aire arrabalero de cantarle las cuarenta al más pintado, pero en el fondo nadie sabía, ni siquiera Carlo Ponti, si no se trataba todavía de una chica italiana que prefería hacerle una buena pasta a su marido para tenerle trincado por el estómago a la antigua usanza más que triunfar en la pantalla hasta convertirse en una diva. En aquel tiempo, recién terminado el neorrealismo con todas las lacras de posguerra que retrataron Vittorio de Sica y Roberto Rossellini, el soplo de humor y sarcasmo de la comedia italiana inundó todas las pantallas. Renato Carosone cantaba Tu vuo’ fa’ l’americano, Domenico Modugno y Claudio Villa ganaban siempre el Festival de San Remo, por todas las radios se oían las canciones Volare o Come prima, y Gina Lollobrigida era el icono erótico de Italia, pero en mitad de los años cincuenta Sofía Loren comenzó a disputarle el primer puesto en el inconsciente masculino, de modo que los espectadores se dividieron en dos, los que estaban decididos a ir al fin del mundo con la Gina y los que no dudaban en ir con la Loren hasta el mismo infierno, que suele estar más allá. No era tan trágica y racial como Ana Magnani, pero era más intensa que las bellezas oficiales del momento, Claudia Cardinale, la Pampanini o Silvana Mangano, y parecía oler a pan de pueblo recién horneado.
La revelación se produjo en 1960 con la película Dos mujeres, dirigida por Vittorio de Sica, sobre un relato de Alberto Moravia. Encarnaba a una madre violada junto con su hija durante la guerra. No le fue difícil solaparse en esas vidas. Tragedias como esa las había presenciado ella después del desembarco de los aliados en Nápoles. Ganó los premios a la mejor actriz en Cannes, en Berlín, en Venecia, y el primer Oscar que se concedió a una actuación no hablada en inglés. Y a partir de este éxito, Sofía Loren produjo una segunda explosión al inicio de los años sesenta.
El mundo estaba cambiando según ronroneaba con voz de nariz Bob Dylan; los hermanos Kennedy copulaban en los ascensores con actrices de Hollywood, aunque entonces aún era de buen gusto no publicarlo; Martin Luther King tenía un sueño para los negros americanos; la generación beat se ponía ciega con el LSD; en las comunas, el nuevo incienso era el humo de marihuana; cantaban los Beatles; la nouvelle vague, con Godard a la cabeza, daba paso a un cine de intelectuales de jersey negro de cuello alto y gafas de espesa montura de carey también negro. En medio de este patio irrumpió el desparpajo y la carne fresca de Sofía Loren en Matrimonio a la italiana, de Vittorio de Sica, con Marcello Mastroianni, una pareja que a partir de entonces fue casi inamovible. Juntos realizaron doce películas, hasta el punto de que el espectador ya no podía pensar en una sin el otro. La gente los veía como esposos, novios o amantes. Muchos se preguntaban si no habría algo entre ellos después de verlos tanto tiempo de pareja en la pantalla. “Todos lo creen con tantas películas juntos, con ese entendimiento… Sin embargo, nada”, comentó un día Mastroianni. “Solo he sentido por ella un profundo afecto y ternura”.
Esta segunda explosión se produjo en el interior de la artista y tuvo un efecto retardado, lento y creciente, hasta el punto de que no ha cesado hasta hoy. Fue la elegancia con que entró Sofía en la madurez. Una de las últimas películas que interpretó junto a Mastroianni fue Una jornada particular, de Ettore Scola, en 1977. Una madre de cuarenta años durante la visita de Hitler a Roma se queda sola en casa después de mandar a su esposo y a los hijos a la manifestación. A través del patio de luces descubre a un hombre solitario que también se ha quedado solo en el edificio vacío. Es un homosexual represaliado. Con el sonido de los cánticos fascistas al fondo, los dos personajes hablan, se descubren, permanecen unas horas juntos. El registro de matices para expresar la frustración de la mujer madura alcanza en esta actriz un grado de talento tan elevado que a partir de esa película Sofía Loren despertó una pasión colectiva por la que comenzó a ser amada por primera vez más por su alma.
Siempre segura de sí misma, a medias entre una languidez mórbida y una voluntad férrea, ha conseguido todo lo que se ha propuesto. Aquella adolescente casi analfabeta habla correctamente cuatro idiomas. No podía tener hijos y los tuvo. Partió de cero y se convirtió en una estrella internacional. No perdió la elegancia incluso cuando fue condenada a 18 días de cárcel por evasión fiscal. En su momento fue definida como la actriz más sexy del mundo y lo sigue siendo a su manera con la ironía suficiente para ponerse a salvo del ridículo convirtiendo el paso de los años sobre su cuerpo en una obra de arte. Su famoso strip-tease de la película Ayer, hoy y mañana, de 1963, con Mastroianni, lo repitió como una broma en Prêt-à-porter, de Robert Altman, en 1994. Esta vez, con 60 años, Sofía Loren sale del cuarto de baño, llena de glamour, dispuesta para la danza de los siete velos, y comprueba que durante esta breve espera su amante se ha dormido en la cama con las gafas caídas en la punta de la nariz. No importa. La vida aún está llena de sorpresas a los 76 años. Bastará con vivir más por dentro que por fuera y corresponder al amor de los espejos que te aman y que se refleje en ellos cada arruga como una conquista del placer que se alcanzó un día y no se ha olvidado.
Es el último mito. Empezó a darse cuenta de que estaba viva en la oscuridad bajo el bombardeo del desembarco de los marines en Nápoles durante la guerra; al principio se sintió sorprendida y después aceptó con naturalidad que los tíos en las calles de Pozzuoli le miraran el trasero y le silbaran desde los andamios hasta que la perdían de vista; como una mamma sofisticada y recia, hizo espaguetis con los que Carlo Ponti se chupaba los dedos; pasó por los brazos de todos los galanes posibles de la pantalla; se adoraron mutuamente ella y el bello Marcello; se convirtió en el sueño imposible de media humanidad, y al final sigue enamorando al público por el estilo de su alma que todavía se agita en un cuerpo espléndido. Aún calla todo el mundo cuando Sofía Loren entra en un restaurante o en una discoteca. Y todo gracias a aquella lejana y milagrosa explosión de hormonas que un día se produjo en las cercanías de Nápoles cuando cesaron las bombas.

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