LAS COMIDAS PROFUNDAS - Matalamanga
Hace unas semanas me enteré por Moleskine Literario de la nueva publicación de Matalamanga, LAS COMIDAS PROFUNDAS del escritor cubano Antonio José Ponte. Con este título la editorial inaugura su nueva colección de ensayos.
Buscando notas sobre el libro, encuentro en el blog Palabra Menor una entusiasta y argumentada reseña del cuentista Augusto Effio Ordóñez.
...
1.
En la facultad conocí un sujeto impermeable a la síntesis. Para componer sus “resúmenes” utilizaba el doble de páginas de los textos originales. Leer esos engendros caóticos —donde se confundían doctrinas, se traicionaba a los autores y se ignoraban todos los hilos posibles de la argumentación más rudimentaria— conducían, irremediablemente, a reprobar cualquier evaluación, por condescendiente que fuera. El sujeto ofrecía siempre la misma explicación: “lo juro, todo lo que escribo es verdad, solo que lo digo con mis propias palabras”.
Al leer el pequeño ensayo de Ponte (apenas cincuenta páginas) me contagio de la enfermedad de mi viejo compañero de estudios. Las comidas profundas provoca el antojo de componer una glosa de cientos de páginas, para ponerlo todo en nuestras propias palabras, como quien necesita una cháchara interminable para explicar la emoción generada por de un par de versos precisos y austeros.
2.
“Mi castillo en España es escribir de comidas”, nos confiesa Ponte para inaugurar su proeza, y cuando habla de castillos en España habla de la burla de los franceses a sus vecinos: hacer planes imposibles es ser dueño de castillos en España.
Al siguiente párrafo el libro va ganado en aromas reales e imposibles, como el de Carlos V cuando conoce a una realeza traía de otro mundo: la gloriosa piña. “Carlos lleva la piña a su nariz de Habsburgo. El olor, tan penetrante, marea. Como si para percibirlo fuera preciso atravesar el océano y en ese olor estuvieron concentrados todos los vientos de la travesía”.
Ponte pide ayuda, y encuentra en el mismo alborozo a Virgilio Piñera: “El perfume de la piña puede detener a un pájaro en el aire”.
“Las comidas cubanas podrían empezar por esa piña que Carlos V no come”, sugiere Ponte.
[Regreso a la ciudad y casa materna donde crecí, y donde solo contamos dos estaciones: invierno y la del tren. Al retorno de uno de nuestros viajes a la costa nos obstinamos en trasplantar un árbol de mora en el jardín principal. Nos maravilló la sombra de sus largas y vigorosas hojas de abanico, y la facilidad con que uno accedía a sus frutos: bastaba recostarse en el tronco y dar dos pasos para recoger los bultos negros y dulces que caían como cuervos embriagados. La rama trasplantada jamás asimiló los rigores del clima de la sierra: un tablón ralo y escuálido del que jamás prendió ningún fruto nos recordaba que nuestra casa estaba negada para algunos perfumes.
Mientras tanto, en el jardín de entrecasa, donde se tiende la ropa al sol y se da de comer a las gallinas, una enredadera que nadie invitó a entrar nos ofrecía un fruto que llamaba al desorden: tumbo, se llamaba esa coraza verde que luego desgranaba las carnosidades más rojas que he visto.
La vida de mi familia empieza por esos tumbos que quisimos ignorar, y no pudimos.]
3.
“Hay comidas que evitamos desde la infancia y que un día regresan a ganarnos, a tener su revancha”.
“Empezamos a comer por todo el cuerpo, a lo largo de toda la memoria. Llegamos a preguntar de qué lejano punto viene tanto apetito”
[En el cada vez más probable manual de cómo aterrorizar a un niño debe incluirse la cruel práctica de mostrarle al inocente el contenido de las ollas.
El esqueleto, o peor aún, el tránsito al esqueleto de una vaca fue lo que hallé cuando asomé mi curiosidad al caldero donde se decía preparar el néctar revitalizador que, los domingos de fiesta en casa, todos aguardaban como la llegada de la lotería.
Esa sopa que alguna vez me provoco asco y horror tuvo un día su revancha. El día que dejé la cuchara a un lado, y la empecé a comer con la memoria]
4.
Cómo escribir sobre comida y, además de hablar del retorno al bosque, no ceder a la tentación de dejar caer una receta.
Ponte conjura bien sus tentaciones y propone, para quienes quieran alejarse de los márgenes de lo convencional, detalladas instrucciones de cómo cocinar un zapato femenino, el cocinero, dice Ponte: “(…) del mismo modo en que se raja un buche, deslindó materias: cuero, tela, madera” y, a continuación, nos enteramos cómo dar cuenta del damasco, la suela de cuero y el tacón. Si los zapatos están prohibidos en sus dietas, pueden optar entonces por la hazaña de darle a las frazadas el legítimo sabor de la carne: méritos de la escasez y del ingenio cubano y sus mercados negros.
[Mi economía de estudiante me obligó a almorzar por años un dudoso pedazo de carne que, antes de ser aprisionado entre lustrosas migas muy parecidas al pan, se bañaba en salsas y condimentos de lo más promiscuos, y cuando digo esto estoy pensando sobre todo en los colores que manchaban mis manos.
La legión que visitaba al par de improvisados que hizo fortuna con nuestras hambres, se inclinaba más por el sabor del pollo. Jamás lo dije en la fila, pero yo sabía de buena fuente que las hilachas del ave en cuestión eran abultadas con las mechas torcidas de metros y metros de un pabilo casi blanco.
Optar por la carne parecía una buena decisión, hasta que alguien me habló de las bondades del cartón.]
5.
Una mesa en La Habana los espera en no más de cincuenta páginas.
Deben ir preparados para la indigestión y el empacho, es lo más cercano a la felicidad.
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