jueves, marzo 24, 2011

John Cheever: La odisea de un pequeño gran hombre

En Qué Leer encuentro un excelente texto de Carles Barral sobre CHEEVER. UNA BIOGRAFÍA, de Blake Bailey.

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“Tu padre no quería que nacieses”, le confió su madre, de mayor, a John Cheever, y le contó que incluso habían tanteado a un abortista. En 1911, en efecto, Frederick Lincoln Cheever y Mary Liley (él, un próspero comerciante de zapatos; ella, de origen inglés) tenían ya un hijo al que adoraban, Fred, y que les bastaba. Tras un banquete de negocios en Boston, sin embargo, “mi madre se tomó dos Manhattans. En caso contrario, yo no habría llegado a este mundo”. El caso es que, un 27 de mayo de 1912, John William nació en Quincy, Massachusetts, bajo el signo de Géminis (y por tanto, de los gemelos Cástor y Pólux), lo que explicaría su naturaleza dividida, la frialdad puritana y la sangre ardiente que en lo sucesivo cohabitarían en su forma de proceder.
De pequeño, John recibió muy poco afecto de sus progenitores. “Béisbol, fútbol, pesca…No compartimos nada de eso con mi padre”, se lamentaría él. Su madre tampoco le brindó ternura, ni siquiera cuando el crío contrajo tuberculosis a los doce años. Se desquitaba de tales carencias en lugares como el colegio, donde enseguida descolló por su facilidad para improvisar cuentos en voz alta, que sus compañeros de clase escuchaban encantados. Eso ocurría en el Wollaston Grammar. En la Academia Thayer de Braintree, aquel singular alumno ya no cayó tan en gracia, y a los 17 años se le echó del centro por fumar y por otras prácticas rebeldes. Expulsado precisamente es el título (y el tema) del primer relato impreso de su carrera. Se lo aceptó el influyente crítico Malcolm Cowley para The New Republic, y a partir de entonces Cheever empezará a ser una firma habitual en la sección de ficción de revistas como la citada, Collier’s, Harper’s Bazaar y sobre todo el New Yorker. Puede resultar explicable que, con un carácter tan indócil, John fuera defenestrado de la escuela. Lo cierto, sin embargo, es que no tardará, a temporadas, en ser un buen docente, por ejemplo en el Barnard College neoyorkino, en el que estudiaron escritoras como Patricia Highsmith o Edna St. Vincent Millay. Tiempo después, Cheever demostrará ser también un competente docente de escritura creativa en Iowa, dentro de un taller en el que tendrá como alumnos a gente como Anne Sexton, Raymond Carver o John Irving.
Pero hemos adelantado acontecimientos. A mediados de los 1920, el negocio de calzado del padre se va a pique, y el patriarca se hunde en el alcohol. La madre echa su cuatro de espadas y abre una tienda de regalos, y luego otra, que funcionan bien, aunque a John siempre le abochornarán. Coincide este desbarajuste con la vuelta a casa del hermano mayor, Fred, al que John se apega inmediatamente. Los dos chicos se hacen inseparables, frecuentan tugurios y no hay que descartar que llegaran a una relación incestuosa. Los dos hicieron una escapada a Europa (Munich y Paris) y, al regreso, John dejó el área de Boston y se trasplantó a Nueva York. Una descendiente de Hawthorne, Hazel Hawthorne, le presentó al Manhattan literario y Cheever se encontró a los veinte años tomando cócteles con luminarias como Dos Passos, E.E. Cummings, Sherwood Anderson o Edmund Wilson. Para entonces, Malcolm Cowley, el editor de The New Republic, cree en firme en el talento de aquel joven y mueve hilos para que pueda trasladarse a Yaddo, la residencia para escritores creada por la familia Trask en Saratoga Springs. El plan prosperó y, en los años 1934 y 1935, “el artista adolescente” disfrutó de una mansión Tudor para escribir en un ambiente tranquilo y pastoral, al lado de personas con idénticas inquietudes. Blake Bailey dice en cualquier caso que Cheever produjo allí muy poca prosa y en cambio bebió de lo lindo y tuvo numerosos escarceos eróticos con colegas de ambos sexos. Cheever, además, estrechó un fuerte vínculo con la directora del establecimiento, Elizabeth Ames, y hasta el final de su vida habló bien de este lugar de retiro, “el único en el que me he sentido en casa”.

La santa y el superviviente

A finales de 1935, nuestro hombre se reintegra a la bohemia de Nueva York y comparte amistad con el fotógrafo Walker Evans. No sólo amistad: Bailey registra un encuentro sexual rápido, tras el cual el escritor se escabulle hacia la calle y pasa el resto de la noche en un banco, frente al Hudson. En esa época, a Cheever le causaba pavor la intermitente atracción que sentía por los hombres y tenía muy presente a su colega Hart Crane, que se lanzó por la borda de un barco, al parecer incapaz de vivir su homosexualidad. Desde entonces y hasta la cuarentena, Cheever mantuvo más o menos a raya esta clase de instintos, y consideraba que “cada hombre atractivo, cada cajero de banco y cada chico de los recados apuntaban a mi vida con una pistola cargada”. Por tanto, se abstenía de ir más allá.
En 1935 también, la revista New Yorker le compra por 45 dólares Buffalo, primero del centenar largo de cuentos que llegará a publicar en esa cabecera. Animado, envía otros, que le son rechazados. Más adelante, la también prestigiosa The Athlantic Monthly se le queda otra short story, De pasada, y su autor se pone tan contento que se compra unos zapatos nuevos. Entretanto, su mentor, Malcolm Cowley, le ha impulsado a urdir una novela y en paralelo sigue produciendo otros relatos, con el golpe de suerte de que Collier’s le compre Su joven esposa ¡por quinientos dólares! En 1938, en todo caso, el New Yorker estrena un nuevo editor de ficción, William Maxwell, y para Cheever este nombramiento no puede ser más propicio. Maxwell reconocerá enseguida el genio de su colaborador y, gracias a él, éste podrá colocar en la revista, a partir de 1940, por lo menos un relato al mes.
Una lluviosa tarde de mayo de 1939, el emergente cuentista coincidió en un ascensor de la Quinta Avenida con una bella jovencita, que resultó ser la secretaria de su agente literario. No tardó en cortejarla y acabó casándose con ella en 1941. Mary Winternitz (todavía vive, tiene 91 años y habita aún el último domicilio de la pareja) procedía de una distinguida familia de origen austríaco. Su madre era hija del coinventor del teléfono y su padre era un legendario deán de la facultad de Medicina de Yale. Mary podría figurar entre las santas mártires de la literatura universal, al lado de Sophia Tolstói o Nora Joyce: aguantó todos los excesos y neuras de su pareja, y conllevó como pudo su alcoholismo y su tormentosa bisexualidad.
El ataque de Pearl Harbour de finales de 1941 situó de golpe a Cheever en una nueva tesitura. Se alistó en la Armada y se dirigió a un campamento de adiestramiento en Carolina del Norte. Un comandante del cuerpo tuvo ocasión de leer algún que otro relato de aquel soldado raso, ordenó que se le eximiera de ir a Europa y lo puso a escribir guiones para la Army-Navy Screen Magazine. Esta medida probablemente le salvó la vida a Cheever: muchos de sus compañeros de barracón caerían en la playa de Utah durante el desembarco de Normandía. Desde entonces, John se sintió siempre un superviviente. Contribuyeron a esta sensación de renacimiento dos hechos puntuales: Mary le dio una hija, Susan, y en 1943 apareció su primera colección de relatos, The Way Some People Live, un volumen del que de mayor renegará y que literalmente destruirá cada vez que dé con un ejemplar.
Terminada la guerra y reintegrado él a la vida civil, John, Mary y Susan se instalan en un pequeño apartamento neoyorquino (novena planta) junto a Sutton Place, en una zona exclusiva. Cada mañana, durante los siguientes cinco años –nos cuenta Blake Bailey–, John se pone su único traje y comparte el ascensor con otras personas que van a trabajar; “él, por el contrario, se limitaba a bajar a un desván que había en el sótano, donde se quitaba el traje y se ponía a escribir en calzoncillos hasta el mediodía”. Se resarcía de tal régimen claustrofóbico en la finca de sus suegros en Treetops. Allí contrapesaba sus largas horas de escritura cortando leña, o blandiendo una guadaña, que el jardinero de los Winternitz le enseñó a manejar. El trabajo físico intenso le ayudará a menudo a conjurar las depresiones.
Durante los últimos años 1940, Cheever recobra su confianza como escritor. A pesar de estar embarrancado en una novela (que será la Crónica de los Wapshot), no para de publicar historias en el New Yorker, cuyos mandamases le dan ya un trato igual al que conceden a Salinger, O’Hara o Irwin Shaw. Recibe puntualmente un cheque y cartas de lectores que le felicitan. Cheever da entonces un giro en su cuentística y se lanza hacia historias de más alcance y sutileza, tramas en las que, tras un farisaico decoro, late el gusano de la corrupción. Surgen así piezas como La historia de Sutton Place y, sobre todo, La monstruosa radio, que deja pasmado al editor Harold Ross, quien le escribe: “Acabo de leer tu relato…y te envío mi respeto y mi admiración”. Esta ola de elogios resuena lógicamente en los oídos de Mary Winternitz, que a partir de entonces pone todas sus energías en facilitar la atmósfera idónea a las aspiraciones de su marido. Cheever siempre adoleció de inseguridad sobre su propia valía y nada le satisfacía tanto como el reconocimiento de sus pares. Cuando terminó El marido rural, medio consciente de que había completado una pequeña obra maestra, corrió a ofrecérsela a William Maxwell, quien no tardó en emitir un veredicto entusiasta. Cheever siempre se ufanaría además de que Nabokov lo tuviese entre su media docena de relatos favoritos. Otro gran momento de orgullo le vino, mucho más tarde, cuando supo por la viuda de Hemingway que éste una madrugada corrió a despertarla para manifestarle la exaltación que le había provocado la que quizás sea su mejor historia, Adiós, hermano mío.
En 1951, John, Mary, Susan y un nuevo hijo, Ben, se mudaron al extrarradio, a Scarborough, una urbanización presidida por una matrona millonaria, Narcissa Vanderlip, y poblada por una comunidad de vecinos más o menos convencionales que darán mucho juego al recién llegado. Cheever vivirá en este “gallinero” diez años, lo que le servirá de cantera para muchas de sus ficciones, ambientadas precisamente en un microcosmos que él denominará Shady Hill. Su fama de gran cronista de los suburbios, de “Chejov de las urbanizaciones” (en palabras del crítico John Leonard), se la ganará a partir de su propia experiencia entre los burgueses de Westchester. Nadie como él va a describir el drama profundo que subyace detrás de una middle class que, en medio de guateques, partidas de backgammon y colectas benéficas, camina en la cuerda floja de una existencia al borde del fracaso. Como diría su colega y amigo John Updike, el complejo residencial en las afueras ha favorecido mucha literatura, pero sólo Cheever lo ha convertido en un espacio arquetípico.
En la década de los 1950 le llovieron premios (el O’Henry, el National Book Award) y becas (la Guggenheim). Además, tuvo también una oportunidad de romper con su monotonía suburbana en Scarborough (donde llegó a formar parte del cuerpo de bomberos): en 1956-57 residió en Italia gracias al importe de un premio del National Institute of Arts (se llevó consigo a mujer e hijos). Roma le decepcionó (“¿Eso es todo?”, se preguntó delante de la tumba de Augusto). El Harry’s Bar de Venecia le pareció asqueroso. Y sólo los acantilados de Porto Ercole encendieron su imaginación. En Italia nació un tercer hijo, Federico, por el que sentirá una predilección especial.
De vuelta a América, Cheever resolvió dejar Scarborough. Estaba harto de vivir entre hombres de negocios que, en las fiestas de vecindario, le trataban con condescendencia y hasta con zumba. Él y Mary localizaron una granja de estilo colonial holandés en Ossining, a unos cincuenta kilómetros de Manhattan, y allí se mudaron. Hubieron de afrontar gastos y reticencias (el gerente del New Yorker consideraba que “los colaboradores a tanto la pieza no deberían tener propiedades”) pero, una vez instalados, se sintieron en un lugar casi de ensueño. “Sabemos que sus vistas sólo las supera la bahía de Nápoles”, se vanagloriaba él, quien por lo demás siguió frecuentando la comunidad de Westchester (a sólo veinte kilómetros de allí) y arrancándole temas para sus cuentos. Narcissa Vanderlip se había acondicionado un refugio antiatómico y ello le dará pie a Cheever para armar uno de sus relatos más corrosivos, El brigadier y la viuda del golf. William Maxwell, por cierto, quiso eliminar la coda de esta narración, lo que desencadenó un ataque de ira por parte de su artífice: “Si me cortas esta historia… no volveré a escribir ninguna más, ni para ti ni para nadie. Ya puedes contratar a ese inútil de Salinger para que te escriba tu mierda de relatos”.

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