miércoles, marzo 16, 2011

La mujer de tu prójimo

Meses atrás, con mucha suerte encontré en el puesto de mi pata Abelardo, en el campo ferial de libros Amazonas, un monumento de la literatura de no ficción: HONRARÁS A TU PADRE, de Gay Talese.
Lo leí de un tirón. Dejé de lado las lecturas que estaba realizando para concentrarme exclusivamente en él. Es por eso no dejo de recomendar los libros de este excelente contador de la realidad. Y con mayor razón ahora que varias editoriales españolas están rescatando sus mejores títulos, como es el caso de LA MUJER DE TU PRÓJIMO, publicado en 1981.

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La publicación en 1981 de La mujer de tu prójimo en 1981 revolucionó la percepción de las costumbres seuales de los estadounidenses y, por extensión, de Occidente.
El ya clásico reportaje de Gay Talese sobre las ocultas costumbres sexuales de los estadounidenses, aborda uno de los grandes temas de nuestro tiempo de forma magistral, sorprendente y reveladora.
Talese realiza una excepcional investigación de la historia sexual del siglo XX, en la que podemos oír las voces de sus mayores protagonistas: desde los partidarios de la censura y perseguidores de la libertad sexual a los propietarios de salones de masajes o el fundador de la revista Playboy, Hugh Hefner. Historias de primera mano en las que el autor ve comprometida su intimidad en más de una ocasión con el fin de explorar el papel del sexo en los años posteriores a la revolución sexual, consumada en los setenta. Tan absorbente como una novela, describe minuciosamente el cambiante paisaje sexual y moral previo a la aparición del SIDA con un talento y una pasión desbordantes. Fascinante y polémico, La mujer de tu prójimo cambió la manera en que nos veíamos a nosotros mismos y a los demás.
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Estaba completamente desnuda, echada boca abajo en la arena del desierto, las piernas abiertas, sus largos cabellos fl otando al viento, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Parecía absorta en sus propios pensamientos, alejada del mundo, reclinándose en esa duna batida por el viento de California, cerca de la frontera mexicana, adornada únicamente por su belleza natural. No lucía joyas, ni fl ores en el pelo; no había pisadas en la arena; nada indicaba el día o destruía la perfección de esa fotografía salvo los dedos húmedos del colegial de diecisiete años que la tenía en la mano y la contemplaba con deseo y ansiedad adolescentes.
La imagen estaba en una revista de fotografía artística que él acababa de comprar en un quiosco de la esquina de Cermak Road, en las afueras de Chicago. Era última hora de una tarde fría y ventosa de 1957, pero Harold Rubin podía sentir el acaloramiento que le subía por el cuerpo mientras observaba la foto bajo la farola cerca de la esquina, detrás del quiosco, ajeno a los ruidos del tráfi co y a la gente que pasaba rumbo a sus casas.
Hojeó las páginas para echar un vistazo a las otras mujeres desnudas, para comprobar hasta qué punto podían responder a sus expectativas. Había habido ocasiones en el pasado en que, después de comprar aprisa una de esas revistas porque se vendían bajo cuerda (y no se podían estudiar para hacer una adecuada selección previa), había quedado profundamente desilusionado. O las nudistas jugadoras de voleibol en Sunshine & Health eran demasiado fornidas (la única revista que en los años cincuenta mostraba el vello púbico), o las sonrientes coristas de Modern Man trataban de atraer de forma exagerada, o las modelos de Classic Photography eran meros objetos para la cámara, perdidas en las sombras artísticas.
Si bien Harold Rubin generalmente conseguía alguna solitaria satisfacción con esas revistas, pronto eran relegadas a los estantes más bajos del revistero que tenía en el armario de su dormitorio. Sobre el montón estaban los productos más probados, aquellas mujeres que proyectaban cierta emoción o posaban de un modo especial que le resultaba inmediatamente estimulante; y, aún más importante, su efecto era duradero. Las podía ignorar en el armario durante semanas o meses mientras buscaba en otra parte un nuevo descubrimiento. Pero al fracasar en su búsqueda, sabía que podía volver a su casa y revivir una relación con una de las favoritas de su harén de papel, logrando una gratifi cación que ciertamente era distinta -aunque no incompatible- de la vida sexual que tenía con una chica que conocía del instituto Morton. De algún modo, una cosa se fundía con la otra. Mientras hacía el amor con ella sobre el sofá cuando sus padres habían salido, a veces pensaba en las mujeres más maduras de sus revistas. En otras ocasiones, a solas con sus revistas, podía revivir momentos pasados con su amiga, recordando su aspecto sin la ropa puesta, la suavidad de su piel y lo que hacían juntos.
Sin embargo, últimamente, debido a que se sentía inquieto e inseguro y estaba pensando en largarse del instituto, abandonar a su novia y alistarse en la Fuerza Aérea, Harold Rubin estaba más alejado de lo usual de la vida en Chicago, más predispuesto a la fantasía, sobre todo en presencia de las fotos de una mujer especial que, tuvo que admitirlo, se estaba convirtiendo en una obsesión.

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