Los que escriben sus lecturas
En Revista Ñ leí hace algunos días un artículo de Martin Kohan sobre la reedición de EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA de Roland Barthes. Lo reproduzco sin más.
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Es extraño que, habiendo existido Roland Barthes, alguien pueda suponer todavía que en todo crítico literario ha de ocultarse por necesidad un narrador frustrado o un poeta frustrado. Leyendo los textos de Barthes resultan vanas las hipótesis de esa índole: la crítica como sucedáneo de otra cosa, la crítica como consuelo por la falta de otra cosa, la teoría como existencia a medias que espera convertirse en realidad a través de alguna clase de práctica, etcétera. Bastaría con leer a Barthes, aunque más no fuera, para advertir hasta qué punto puede un crítico literario ser él mismo el que crea, el que imagina, el que narra, el que activa otra intensidad en las palabras que usa. La definición del propio Barthes del crítico como un lector que escribe sus lecturas permite distinguir su peculiaridad respecto de los demás lectores; pero también, y sobre todo, permite reconocerlo como lo que, a su modo, y en su género, con más evidencia es: un escritor.
¿Cuál es la vigencia de El grado cero de la escritura ? El libro se publicó por primera vez en francés en 1972, hace casi cuarenta años; su traducción al castellano se produjo un año después. Su vigencia excede la de la pura perduración en el tiempo, que de por sí ya es meritoria, porque va más allá de los alcances de un pasado que persiste. Esa vigencia se resuelve en el mejor sentido de la idea de actualidad, cobra el valor de un presente: consigue volver a funcionar como un acto. Cuando Barthes escribe provoca cesuras: cortes en el tiempo y en el sentido. Es difícil leerlo sin verse inducido a revisar las ideas que ya se tenían sobre la literatura, sobre la lectura, sobre los escritores, sobre el lenguaje. La lectura actual de El grado cero de la escritura no se agota en la evocación de lo que pudo ser un cimbronazo; ese cimbronazo vuelve a producirse, es acto de nuevo.
No son muchos los escritores que, con lo que escriben, nos llevan a pensar ineludiblemente en la literatura entera. Lo consiguen apenas algunos novelistas (Joyce), algunos cuentistas (Borges), algunos poetas (Vallejo); lo consiguen algunos críticos: Roland Barthes. Sea cual sea el objeto de su literatura, escriben en cierta forma sobre la literatura. Y a la vez son muy concretos en cuanto a su coyuntura específica. La inscripción de El grado cero de la escritura es muy concreta; Barthes va produciendo el traspaso decisivo del estructuralismo al postestructuralismo, que se verifica paradigmáticamente en S/Z ; también esa clase de competencia lectora que, compuesta en la literatura y entrenada en la literatura, puede abrirse y extenderse a distintos tipos de objeto, como lo había hecho ya en Mitologías ; discute con las premisas del compromiso político del escritor, porque la potencia de Sartre y del sartrismo le quedaba todavía muy cerca.
La postulación de “una escritura cuya función ya no es sólo comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje”, vale lo que un manifiesto. Consta en el prólogo del libro y permite en su desarrollo, señalar que “el lenguaje nunca es inocente” y que “no hay literatura sin una moral del lenguaje”. O situar el período exacto en el que, consolidándose la burguesía, esto es una escritura burguesa, “la claridad se hace valor”; deslizarse hasta 1848, hasta la crisis de la pretensión de universalidad de esa ideología de clase, para advertir cómo “comienzan a multiplicarse las escrituras”; distinguir la ambición radical de silencio en una escritura que remite a Mallarmé pero se prolonga hasta Blanchot, con un arte que “tiene la estructura del suicidio”; dar por fin con lo neutro (un tema sobre el que Barthes volverá en seminarios posteriores) de una escritura blanca, amodal, en grado cero; el estado inerte de la forma que consigue Camus, una escritura “libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje”.
Catador de escrituras, Barthes se ocupa de detectar, aunque a la vez también de producir, algunas paradojas significativas que involucran discusiones de aquel momento pero no dejan de inquietar nuestro presente. La paradoja de la escritura realista, por ejemplo, que aunque pretenda naturalizarse es la que más fuertemente incurre en la ostentación de las convenciones; la paradoja de la escritura comunista, que no deja de asumir las formas pequeñoburguesas; la paradoja de las “escrituras intelectuales” que “siguen siendo literarias en la medida en que son impotentes y sólo son políticas por su obsesión de compromiso”.
Al texto que da título al volumen le sigue una serie de ensayos críticos; escritos ya clásicos como “¿Por dónde comenzar?” o como los textos sobre Flaubert, sobre Proust, sobre las láminas de la enciclopedia, etcétera. A esos ensayos se agrega ahora otro, inédito, también brillante, sobre Dominique de Fromentin. Que la antinomia entre forma y contenido debe verse superada es una declaración ya casi obligada para la crítica literaria, pero es admirable ver cómo Barthes realiza esa superación a propósito de Flaubert. También lo es que conviene eludir la explicación de las obras a partir de la vida de sus autores, pero es admirable ver cómo Barthes salva el escollo a propósito de Proust. Y hoy por hoy, cuando el carácter plural de los textos es casi un lugar común, cobra una fuerza particular la propuesta de Barthes de una “fuga infinita” para el análisis, que “es precisamente hacer estallar el texto”. Tratándose de los críticos como escritores de lecturas, vale la mención final para el traductor histórico de El grado cero de la escritura : Nicolás Rosa.
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