Cosas más raras se han visto
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Eso debió ser en el año 2002, más o menos, y tres años después, cuando por fin leí el libro —para mi gran provecho y rabia por no haberlo leído antes—, ya se habían publicado varias otras novelas en que de alguna manera se ponía en escena a un escritor, otras novelas que de alguna manera contaban esa aventura de escribir novelas. A veces la aventura era escribir poesía u otros géneros (como en los libros de Roberto Bolaño). Muchas veces los libros usaban la estrategia de Cercas, cuyo narrador se llama Javier Cercas y es novelista. Pero no siempre sucedía así: a veces el escritor se escondía detrás de un nombre ficticio, pero sus circunstancias hacían pensar misteriosamente en las del autor (como en El proyecto Lázaro, de Aleksander Hemon). Muchas veces, por otra parte, los libros eran novelas convencionales, pero cuyo tema o personaje era un novelista tratando de escribir. En fin: libros sobre escritores de libros.
Así sucedió que se publicaron dos novelas casi simultáneamente sobre Henry James, una extraordinaria de Colm Toibin y una más ligera y divertida de David Lodge. Rodrigo Fresán publicó Jardines de Kensington, un raro libro —raro por ser tan bello como duro, tan conmovedor como inteligente— sobre James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan. Y como si fuera poco este repentino frenesí de las novelas sobre escritores, comenzaron también a publicarse libros cuyo protagonista era un libro, o bien cuyos protagonistas buscaban un libro y su vida dependía de alguna manera de encontrarlo. Ya hacía unos años se había publicado El club Dumas, de Pérez Reverte, y por esos días se hablaba mucho del muy inferior La sombra del viento, de Ruiz Zafón, y en poco tiempo se publicaría la bellísima La historia del amor, de Nicole Krauss: tres libros sobre gente que busca libros. Y no se me olvida La noche del oráculo, de Paul Auster, en la cual un escritor compra un cuaderno para escribir.
Unos cuantos años han pasado desde esa coincidencia o acumulación en el tiempo de tantos libros montados sobre el libro mismo (el objeto o su escritura), y ahora, con la perspectiva, uno tiene que preguntarse si aquello no tenía una cierta relación con la preocupación que ahora mismo anda en boca de todos: la desaparición del libro. No tendría nada de sorprendente, desde luego, porque la ficción siempre ha dado constancia —voluntariamente o no— de las cosas que preocupan a la gente. El libro electrónico estaba surgiendo, se comenzaba a hablar del libro en papel como de un artefacto muerto, ya como está muerto el Betamax, digamos. Y recuerdo que alguien me dijo esto que no se me ha salido de la cabeza: ¿No habrá sido todas esas novelas sobre escritores o sobre libros una especie de canto de cisne de la era Gutenberg? Y no lo sé, pero sí sé una cosa: que todos estos libros se vendieron mucho y se leyeron aún más. Y se siguen vendiendo y leyendo, esos libros sobre libros.
Claro, ahora se leen en libros electrónicos. Tal vez algún día se escriba una novela de intriga alrededor de un Kindle perdido. O la novela de un joven desorientado que desentraña el misterio detrás de un E-book. Cosas más raras se han visto.
Así sucedió que se publicaron dos novelas casi simultáneamente sobre Henry James, una extraordinaria de Colm Toibin y una más ligera y divertida de David Lodge. Rodrigo Fresán publicó Jardines de Kensington, un raro libro —raro por ser tan bello como duro, tan conmovedor como inteligente— sobre James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan. Y como si fuera poco este repentino frenesí de las novelas sobre escritores, comenzaron también a publicarse libros cuyo protagonista era un libro, o bien cuyos protagonistas buscaban un libro y su vida dependía de alguna manera de encontrarlo. Ya hacía unos años se había publicado El club Dumas, de Pérez Reverte, y por esos días se hablaba mucho del muy inferior La sombra del viento, de Ruiz Zafón, y en poco tiempo se publicaría la bellísima La historia del amor, de Nicole Krauss: tres libros sobre gente que busca libros. Y no se me olvida La noche del oráculo, de Paul Auster, en la cual un escritor compra un cuaderno para escribir.
Unos cuantos años han pasado desde esa coincidencia o acumulación en el tiempo de tantos libros montados sobre el libro mismo (el objeto o su escritura), y ahora, con la perspectiva, uno tiene que preguntarse si aquello no tenía una cierta relación con la preocupación que ahora mismo anda en boca de todos: la desaparición del libro. No tendría nada de sorprendente, desde luego, porque la ficción siempre ha dado constancia —voluntariamente o no— de las cosas que preocupan a la gente. El libro electrónico estaba surgiendo, se comenzaba a hablar del libro en papel como de un artefacto muerto, ya como está muerto el Betamax, digamos. Y recuerdo que alguien me dijo esto que no se me ha salido de la cabeza: ¿No habrá sido todas esas novelas sobre escritores o sobre libros una especie de canto de cisne de la era Gutenberg? Y no lo sé, pero sí sé una cosa: que todos estos libros se vendieron mucho y se leyeron aún más. Y se siguen vendiendo y leyendo, esos libros sobre libros.
Claro, ahora se leen en libros electrónicos. Tal vez algún día se escriba una novela de intriga alrededor de un Kindle perdido. O la novela de un joven desorientado que desentraña el misterio detrás de un E-book. Cosas más raras se han visto.
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