Habitaciones con ventanas
Soy un regular lector de los artículos de Antonio Muñoz Molina. Sin embargo, los últimos que vengo leyendo están de la puta madre, por decir lo menos.
Vía Babelia.
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No hacen falta demasiadas cosas en la vida pero sí una habitación con una ventana; una habitación que sea de uno y con una puerta a la que en caso necesario se le pueda añadir un pestillo o echar la llave, como dice Virginia Woolf; una habitación con una ventana por la que entre algo de luz natural y desde la cual se pueda observar un fragmento de vida y un ingreso decente que le conceda a uno el sosiego necesario para sus indolencias o para sus tareas sin beneficio asegurado. En 1928, Virginia Woolf calculaba que una mujer, para dedicarse libremente a escribir, necesitaba 500 libras al año aparte de una habitación con un pestillo. Un día de octubre de ese año, el 26 exactamente, Virginia Woolf estaba escribiendo su ensayo sobre las mujeres y la literatura y al asomarse a la ventana de su habitación vio una calle de Londres populosa de gente y de tráfico. Al cabo de un momento el tráfico se apaciguó y casi se hizo el silencio, y entonces Woolf vio a un hombre y una mujer jóvenes que se encontraban en una esquina y caminaban juntos hasta tomar un taxi. La imagen inexplicablemente la llenó de felicidad; le despertó uno de esos estados de íntimo entusiasmo que hacen posible la literatura y que son instigados por ella, y en los que, dice ella, tenemos la ocasión de ver la realidad tal como es, sin ningún velo de distracción que la oculte.
Vuelvo a Una habitación propia porque he ido al Metropolitan a ver una de esas exposiciones de las que uno se marcha a regañadientes, porque tiene algo más que hacer, porque los vigilantes avisan de que el museo cerrará dentro de quince minutos. Se titula Rooms with a View: tres salas no demasiado grandes con pinturas, grabados y dibujos de habitaciones con ventanas abiertas de la primera mitad del siglo XIX. Habitaciones austeras y deshabitadas, sin más presencia que la luz que entra por las ventanas; habitaciones en las que alguien se atarea haciendo algo tan ensimismadamente que no mira al exterior; habitaciones en las que un hombre o una mujer de espaldas se asoman a la ventana abierta y al paisaje que hay más allá.
Que existan cuadros de habitaciones con ventanas abiertas a nosotros nos parece lo más normal del mundo, pero el tema solo aparece en la pintura a principios del XIX. En los cuadros de Vermeer hay ventanas de cristales emplomados por las que casi siempre entra una claridad de mañana o tarde con nubes, pero a esas ventanas casi nunca se asoma nadie, y nunca llegamos a saber lo que se ve por ellas. Los personajes de Vermeer permanecen recluidos en sus espacios interiores, en las cartas que leen o en la leche que vierten en un cuenco, en las conversaciones con viajeros que han llegado de lejos.
La ventana abierta a lo que aparece más allá solo existe desde el Romanticismo, sobre todo el romanticismo nórdico, el de Alemania y Escandinavia, el de las habitaciones despojadas pero también acogedoras, el de la vida retirada que se abre soñadoramente a un paisaje que la soledad o la luz vuelven de algún modo remoto, tocado por la ansiedad de ver lo que está mucho más lejos, de experimentar una luz meridional que sea mucho más fuerte. Hay que tener una habitación con una ventana para disfrutar del aislamiento sin el cual casi ningún trabajo bien hecho es posible y para despejar la conciencia y también la mirada después de una concentración excesiva. Sin la posibilidad de echar la llave y sin la garantía de unos ingresos regulares la habitación sería inútil, insiste Virginia Woolf con descaro magnífico. Las habitaciones de Friedrich, de Kersting, de Adolf Menzel, del asombroso Wilhelm Bendz, de Johan Christian Dahl, tienen algo de la refinada pobreza de una celda de monasterio trapense o zen, pero son interiores burgueses que presuponen un confort bien costeado, una seguridad económica que mantiene a raya el desorden del mundo exterior. Nunca las mujeres tuvieron el derecho a una habitación así, recuerda Woolf: en sus casas de clase media sin muchos recursos, a Jane Austen o las hermanas Brontë no les quedaba más remedio que escribir en medio del barullo de la vida doméstica. Cuando llegaba una visita inesperada, Jane Austen escondía debajo de la labor de bordado las hojas en las que había estado escribiendo. Sabine Rewald, comisaria de la exposición en el Metropolitan, anota el hecho llamativo de que esa pintura de habitaciones apacibles tuvo su gran momento en Alemania y Dinamarca precisamente en una época de grandes desastres, en los años peores de las guerras napoleónicas, de las invasiones y las epidemias, de la ruina económica. Como tantas veces, el arte parece que retrata con cuidado escrupuloso una realidad y está representando un sueño. La serena luz báltica de esas habitaciones junto a las cuales borda o dibuja una mujer o escribe una carta un hombre o comienza un boceto un pintor alumbra mundos protegidos en los que no cabe la intemperie ni la desgracia. Las ventanas son grandes, con hojas de cristal que muy poco tiempo antes habrían sido carísimas o imposibles de fabricar. El sosiego pastoral se sostiene sobre las innovaciones tecnológicas de la revolución industrial y los beneficios del comercio: en un cuadro de Friedrich una mujer asomada a una ventana ve pasar un velero que traerá al puerto bienes de lugares lejanos, quizás de las colonias, como el tabaco que llenará esas pipas de porcelana que a veces se ven apoyadas en los alféizares. Desde estos climas sombríos los pintores viajan al sur y en las ventanas se ven los cipreses y las cúpulas y las ruinas de Roma, la silueta del Vesubio, la belleza cegadora de la bahía de Nápoles.
Pero esos espacios interiores son también los de las novelas. Las pinturas de habitaciones con ventanas se hacen populares en Europa al mismo tiempo que el desarrollo industrial de la imprenta y el progreso en la alfabetización de las nuevas clases medias convierten a la novela en la forma más popular de literatura. No solo para escribir novelas hacen falta una habitación propia y las quinientas libras anuales que calculaba Virginia Woolf: también para leerlas, para sumergirse solitariamente en ellas, para convertirlas en equivalentes de esa ventana gracias a la cual se ve un más allá de la propia vida que de otro modo no sería accesible. Leer en calma, sin distracciones, junto a la luz de la ventana. Apartar los ojos del libro para asomarse a ella, para observar a alguien que pasa, para intuir la novela de la intimidad de los vecinos o de los desconocidos. Para escribir a lo largo de muchos años el torrente de palabras de su poesía y de sus cartas Emily Dickinson necesitó poco más que una habitación con una ventana que daba a un cementerio de pueblo. Cuando ya era tan viejo que no podía salir a la calle André Kertész siguió haciendo fotos del paisaje escaso que veía desde la ventana de su apartamento en Nueva York. Quien tiene un cuarto con una ventana ha encontrado su sitio en el mundo.
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