lunes, junio 06, 2011

La música del ruido


Hace unas horas leí en El espactador un artículo de Héctor Abad Faciolince sobre la novela ganadora de la última edición del Premio Alfaguara de Novela, El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez.
HAF es muy elogioso con su compatriota. De lo que he leído de Vásquez, me basta para considerarlo el narrador latinoamericano más destacado de su generación. Por otro, en el artículo es también una defensa a las críticas ad hominen que Vásquez ha venido recibiendo a razón del premio. En todos lugares hay sentimientos menores.

...

LA PRIMERA COSA QUE SE CAE EN LA novela de Juan Gabriel Vásquez es un libro grueso. Al golpear el suelo este libro suena —me parece— como un balazo.
Otra cosa que se cae es un avión, con el estrépito que hacen —me imagino— los aviones al caer. Y más cosas se caen en esta hermosa novela, en este mecanismo perfectamente construido que es esta extraordinaria novela de Juan Gabriel Vásquez: El ruido de las cosas al caer. Me he fijado en estos detalles inútiles (cosas que se caen) por tratar de entender qué hace de este libro una obra de arte tan acabada, tan bien calibrada. Pero el secreto no está en estos detalles, o no sólo en ellos, sino una cualidad más general y más compleja de su prosa: en la voz del narrador.
Qué voz: una voz íntima y extraña al mismo tiempo, una voz afinadísima, musical, una voz compleja y serena a pesar de lo atormentada, una voz tan humana que uno dice: a este tipo yo le creo todo lo que me cuente, así sea mentira; yo me dejo llevar por esa voz. Y que una voz lo transporte a uno con tanta maestría al territorio de la ficción y de la fantasía es el indicio más claro (para mí) de que esta novela es el objeto verbal mejor logrado que he leído en toda la literatura colombiana de los últimos tiempos. La historia es prodigiosa —porque es también un excelente resumen de nuestra Historia reciente—; la lengua es poderosa, por su precisión, su sobriedad y su carencia de todo amaneramiento. Y el resultado total es de tal perfección que debería llenarnos a todos de asombro y felicidad. Si esto no ocurre, me temo, es porque estamos cegados por la envidia.
Hace pocas semanas, cuando de esta novela sólo se conocía el título, el primer capítulo, y el hecho de que se había ganado el Premio Alfaguara de Novela, un grupo pernicioso de escritores de esta tierra se pusieron de acuerdo para hablar mal de su colega Vásquez por motivos que no tenían nada qué ver con la literatura: por su pinta, por su ropa, por su extracción social, por su lugar de domicilio, por su vanidad, por la supuesta corrupción del premio, en fin, por cualquier cosa que pudiera causarle algún demérito a su muy meritoria trayectoria literaria. Lo que no soportaban —y lo que no soportan—, en realidad, era su éxito. En ese momento yo no podía defender un libro que no había leído, pero sí podía atacar ese gesto tan despreciable: el de la envidia, el de los resentidos a quienes los enferma el bien ajeno.
Me acordé entonces de un comentario de Antonio Machado que, al definir el talante de los españoles, definía también la mezquindad del nuestro: “El español suele ser un buen hombre, generalmente inclinado a la piedad. Las prácticas crueles —a pesar de nuestra afición a los toros— no tendrán nunca buena opinión en España. En cambio, nos falta respeto, simpatía y, sobre todo, complacencia en el éxito ajeno. Si veis que un torero ejecuta en el ruedo una faena impecable y que la plaza entera bate palmas estrepitosamente, aguardad un poco. Cuando el silencio se haya restablecido, veréis, indefectiblemente, un hombre que se levanta, se lleva los dedos a la boca, y silba con toda la fuerza de sus pulmones. No creáis que ese hombre silba al torero —probablemente él lo aplaudió también—: silba al aplauso.”
Pues bien, por mucho que silben mi aplauso creo que no voy a cansarme de aplaudir esta novela de Juan Gabriel Vásquez. Toda su obra anterior, tan decantada y seria, tenía todavía algunos lastres comunes a muchos libros nuestros (me incluyo) que, a pesar de ser buenos, pesan mucho: había, en ellos, demasiado. Se le iba la mano en el esfuerzo por construir algo que nos llenara de estupor y admiración. Aquí, en cambio, no se la va la mano. No le sobra ni le falta nada. Hacía mucho tiempo no leía una novela tan perfecta. Lo celebro y lo aplaudo. Ahora, si quieren, silben, pero ante un libro así lo que yo siento es un deseo desesperado de aprender. ¡Aunque la vida esté acabando y ya no sea hora de aprender!

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