miércoles, junio 01, 2011

Literatura de hijos


Sabemos que hay una buena e interesante camada de nuevos narradores latinoamericanos. Más o menos los ubicamos, ya sea por festivales, congresos o alguno que otro sarao literario. También sabemos, pero no lo decimos, que en esta nueva hornada hay quienes se cuelan, se agarran como sea del estribo con tal de, por ejemplo, conseguir una invitación. Normal, cada quien es dueño de sus mecanismos de promoción. Lo que sí me fastidia es que estos esperpentos del lobbismo literario eclipsan a otros escritores que sí merecen toda nuestra atención y, dependiendo del gusto, nuestra admiración. Escritores que son reconocidos literariamente, mas poco leídos. Al menos esta es la impresión que tengo con el notable narrador argentino Patricio Pron (en la imagen), que acaba de publicar la novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia.
Buscando textos que brinden luces de esta publicación, encuentro uno de Ignacio Echevarría. Sin embargo, el crítico no solo aborda esta entrega de Pron, sino que la enlaza temáticamente con la última novela del también notable escritor chileno Alejandro Zambra (no va en imagen porque ya todos lo conocemos), Formas de volver a casa.

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Son dos de los más señalados y prometedores representantes de la “nueva” narrativa latinoamericana, cualquiera cosa sea lo que se quiera entender por eso. Los dos nacieron en 1975: Alejandro Zambra en Chile y Patricio Pron en Argentina. Los dos acaban de publicar nueva novela: Formas de volver a casa (Anagrama), se titula la de Zambra, y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori) la de Pron. Y se da la coincidencia de que las dos novelas vienen a tratar más o menos de lo mismo: de la asunción, por parte del narrador (trasunto bastante reconocible, en uno y otro caso, del propio autor), de la conflictiva herencia de sus padres, a quienes tocó padecer, siendo jóvenes aún, las dictaduras que se impusieron en su respectivos países y que constituyeron el telón de fondo en el que se desarrolló la infancia tanto de Zambra como de Pron.

Resulta aleccionador contrastar las estrategias escogidas por uno y otro autor para enfrentar lo que podría considerarse una experiencia “diferida”, por cuanto se trata, en uno y otro caso, de insertar responsablemente, en la propia conciencia adulta, el contenido de una realidad vivida en su momento en estado de inocencia y repudiada luego, o simplemente ignorada, como mimbre de la propia identidad.

Pron acude a un molde detectivesco (“los hijos son los detectives de los padres”) para hurgar en un pasado que finge “descubrir” de forma relativamente azarosa y que se siente llamado -como si de un imperativo moral se tratase- a recordar, a dilucidar, a restituir. A contar desde su propia perspectiva develada. Pero se trata, en definitiva, del pasado de sus padres, pertenecientes a una franja generacional que no se privó de dejar constancia de todo aquello, y que lo hizo -ya desde “dentro”, ya desde el exilio- mediante novelas a veces muy potentes, algunas estremecedoras. Esas novelas guardan -viva aún, las mejores- la memoria que Pron propone ahora recobrar y hacer suya, con impulso encomiable pero algo desfasado, y énfasis acaso excesivo.

Distinto es el proceder de Zambra, a quien preocupa también -como a Pron- la forma que ha de adoptar la novela en que se resuelva la deuda del pasado, pero que barrunta que habrá de ser muy otra a cualquiera que tenga a los padres por protagonistas. Pues ha llegado el momento -piensa- de escribir, como sea, la propia novela, en la que ese pasado sea asumido no como testimonio sino como una pieza más de la propia experiencia personal.

“La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón [...] Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer.”

Pero no se trata de introducirse ahora en la novela de los padres, ni de hacerlos a ellos protagonistas de la novela de los hijos. Como se dice el narrador de Zambra cuando contempla a sus dos padres dormir abrazados: “pienso que son los hermosos sobrevivientes de un mundo perdido”. Se trata más bien de aprender a vivir en un territorio en el que, de la ausencia culpa, no se desprende la inocencia.

Más allá de la fortuna con que cada uno endereza narrativamente su propio “regreso a casa”, más allá de las fundamentales diferencias que en sus respectivas novelas determina el hecho de que los padres del narrador militen en la resistencia a la dictadura o consientan con ella, Pron y Zambra ha escrito dos novelas indicadoras de una interesante y cada vez más generalizada toma de conciencia, por parte de una generación de narradores ya no tan jóvenes, del peso de una herencia de la que muchos pretendieron zafarse convirtiéndose, como dice Zambra, “en corresponsales, en turistas”. Esa herencia no es sólo de orden sentimental y moral, ni se circunscribe tampoco a un orden estrictamente literario y cultural. Es también de orden político. De ahí el valor de esta creciente inquisición sobre el pasado, sobre la deserción y sobre la orfandad, y de la inquietud por encontrar formas idóneas para abrirle cauce.

“Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van”, se lee en la novela de Zambra.

Y uno de sus personaje se dice: “Últimamente todos los libros hablan de eso”.Importa pensar las razones.

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