lunes, octubre 17, 2011

Literatura caracola


Los festivales literarios.
Más allá de lo que pueda decirse de los mismos, creo que son necesarios. Al menos a mí me permiten trazar mapas de autores y tendencias. Aunque no niego que últimamente vengo notando en estos saraos una frivolidad de muy mal gusto.
Al respecto, este artículo de Ignacio Echevarría en El Cultural.es.

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De un tiempo a esta parte, al perverso tinglado de los premios se ha superpuesto el de los festivales literarios, de cariz muy distinto. Anteayer fue el Hay Festival de Segovia; ayer, más multidisciplinario, el Vivamérica de la Casa de América de Madrid; dentro de nada, también en Madrid, el Festival Eñe. Etcétera, etcétera.

Resulta intrigante la fortuna de que goza este tipo de eventos. Pareciera que, conforme se compran y leen menos libros, aumenta, paradójicamente, la concurrencia en aquellos lugares en que la literatura se escenifica. Es como si la experiencia literaria ya no se viera necesitada de pasar por los libros, por los textos, por la lectura, y bastara con el contacto con los autores, con la asistencia a charlas, mesas redondas, recitales, monerías, con participar en foros de internet.

Los autores, por su parte, invierten cada vez menos tiempo en escribir sus propias obras y más en comparecer en toda suerte de ruedos y pasarelas, en redactar su propio blog, en replicar a los internautas, en participar en numeritos de todo tipo.

Cabría decir que la literatura se ha escapado de los libros. Pero así dicho podría estar dándose a entender que se ha cumplido el sueño vanguardista de que vida y literatura se confundan, de vivir en literatura. Y nada hay de eso, o muy poco. De lo que se trata más bien, es de una experiencia sucedánea. Ni siquiera: se trata más propiamente de un placebo; de actividades que, teniendo en sí muy poco de literarias, inspiran en el que asiste a ellas la convicción de participar de eso que se llama literatura. Con la ventaja, claro está, de no tener que leer. No tanto, al menos.

Me da por pensar que la relación que algunos tienden a mantener con la literatura es semejante a la que un coleccionista de caracolas mantiene con los caracoles propiamente dichos. Su afición por aquéllas no presupone en absoluto que sientan debilidad ninguna por esos moluscos cuyas conchas codician.

Literatura caracola, sí. Sin texto dentro. Pura concha vaciada de ese músculo lento y más bien repelente que una vez la habitó. Una cáscara ideal para adornar, para adornarse, para fabricar toda suerte de abalorios.

Festivales, por ejemplo. Muchos de ellos con ideas “frescas”, “divertidas”. Celebrados bajo la popular premisa de que “cuantos más seamos más reiremos”. Decenas de escritores convocados al unísono para participar en decenas de actos que a menudo tienen lugar simultáneamente, en espacios transitados por toda suerte de curiosos a los que conviene atraer con formatos novedosos, preferiblemente cortos, no vayan a aburrirse. Nada de conferencias sesudas ni de tediosas mesas redondas. Sobre todo nada de crispación. Buen rollito. Eclecticismo. Ecumenismo. Dinamismo. Lecturas en cadena, conciertos, vistosas escenografías. ¿Cuántos famosos han logrado reunir esta vez? ¿Y qué van a hacer?

El término festival, un anglicismo, permanece comúnmente asociado a eventos musicales, pero denota principalmente eso: fiesta. Parece que, en este sentido, no nos hemos zafado de la consigna lanzada en su día -hace más de veinticinco años, en plena euforia de la Transición- por los flamantes jerarcas culturales del primer gobierno socialista: ¡la cultura es una fiesta! Sólo que en aquel entonces el espíritu festivo generó una política cultural de despilfarro que se compadece bastante mal con los tiempos actuales.

¿Qué hacer? También en este terreno se asiste al progresivo replegamiento de las instituciones públicas y es la empresa privada la que tiende a quedarse con la tarta, por mucho que a más de uno se le antoje (no sin motivos) una patata caliente. Pero los espónsores de los festivales lo que quieren es que acuda mucha gente, cuanta más mejor, y que ocupen mucho espacio en la prensa, todo el posible, para amortizar así el gasto. De modo que ya se sabe: más de lo mismo. Atraer a los figurones de siempre, cuya popularidad asegura altos índices de asistencia; programar conforme a las agendas de las editoriales más solventes, para que financien los viajes de los autores que están de promoción; y montar los números más vistosos posibles, sin preocuparse demasiado por la calidad de sus contenidos, o más bien sin preocuparse de que esos contenidos tengan mucho ni poco que ver con la literatura en sí, cualquiera cosa que eso sea. Publicidad, en definitiva.

Y todos soplando la caracola, para hacer el mayor ruido posible. Sólo algún distraído la toma entre las manos, la examina intrigado, se la pone al oído, ¿y qué se oye? ¡El mar, se oye el mar!

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