Escribir en la oscuridad
Olvidé reproducir este atendible artículo de Juan Gabriel Vásquez sobre Escribir en la oscuridad de David Grossman. El texto no es, como podría pensarse, una reseña.
Vía El Espectador.
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Si un novelista es alguien que abre los ojos donde lo sensato o lo aconsejable sería cerrarlos, entonces David Grossman es una suerte de novelista arquetípico.
La vida —o mejor, la biografía: vaya uno a saber dónde acaba la una y empieza la otra— de un escritor israelí está irremediablemente ligada a la historia política de su país, y por eso decir que Grossman nació en Jerusalén y en 1954 es decir al mismo tiempo una cantidad de cosas. Por ejemplo, que Grossman tenía dos años cuando la frontera sur de Israel se modificó tras la guerra con Egipto; que andaba por los 13 cuando la Guerra de los Seis Días quintuplicó el territorio de Israel; que tenía 23 cuando una nueva paz después de una nueva guerra, la de 1973, negoció una nueva frontera; que estaba por cumplir los 40 cuando los acuerdos de Oslo permitieron pensar que la paz era posible. Y que tendría 52, días más o menos, cuando su segundo hijo, comandante de tanques de guerra de las Fuerzas de Defensa Israelíes, murió en la última guerra con el Líbano.
Todo ello —las inestables fronteras de Israel y la ansiedad que esa inestabilidad genera; la muerte de su hijo en una guerra que siempre le pareció gravemente equivocada— está en las páginas de Escribir en la oscuridad, un bellísimo libro que se publicó en español hace cosa de un año y medio. Son seis ensayos o, para ser exactos, cinco ensayos y un discurso: el pronunciado, en noviembre de 2006 en la ceremonia anual que honra la memoria de Yitzhak Rabin. Noviembre de 2006: en otras palabras, tres meses después de que las desastrosas políticas de Ehud Olmert hubieran llevado a Israel a la guerra en que murió el hijo de Grossman. El discurso es un enjuiciamiento directo de los líderes israelíes, o más bien de la ausencia de ellos, y lo más increíble es que no está distorsionado por la emoción, sino que la emoción lo legitima. “No puede usted desestimar mis palabras diciendo que un hombre no debe ser juzgado en sus horas de duelo”, escribe Grossman. “Por supuesto que estoy en duelo. Pero más que rabia, lo que siento es dolor. Me duele este país y lo que usted y sus amigos le están haciendo”.
Lo curioso es que ninguno de los ensayos tiene una intención política. Son ensayos sobre literatura: sobre la influencia de Kafka o de Thomas Mann o de Sholom Aleichem; sobre los momentos mágicos en que el escritor de ficciones logra habitar la piel de un personaje que le resulta lejano, y sobre la profunda simpatía humana que se logra en esos momentos; sobre el deterioro del lenguaje en los lugares en conflicto y sobre la tarea del escritor, que no sería otra que devolver su frescura y su significado a las palabras que los políticos han dejado casi inservibles. Pero todos los ensayos están puntuados con observaciones sobre el destino de Israel: David Grossman quiere hablar de literatura, pero la vida lo obliga siempre a referirse a otra cosa. No es por nada que las últimas ediciones de sus libros en español no traen, en la solapa, la consabida lista de sus obras: traen el dato de la muerte de su hijo en combate. Y eso puede ser justo, pero es también reduccionista: Grossman es un gran escritor que merece estar con nosotros por sus ficciones, no por la tragedia que la historia le ha dejado en la puerta de la casa.
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