El último significado de ser libre
En agosto del año pasado, la temida Michiko Kakutani publicó en el New York Times una elogiosa reseña de Libertad, la nueva novela de Jonathan Franzen. Poco más de un año después, esa misma reseña es traducida por Joaquín Ibarburo para Revista Ñ.
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La atrapante nueva novela de Jonathan Franzen, Freedom (Libertad), es una muestra de la impresionante caja de herramientas literarias del autor –la habilidad de todo narrador más una larga serie de ornamentos– y de su capacidad de abrir una gran ventana panorámica updikeana sobre la vida de la clase media estadounidense. Con este libro, no sólo creó una familia inolvidable, sino que completó su propia transformación de satirista apocalíptico concentrado en transmitir la situación política, social y económica de su país en una suerte de realista del siglo XIX ocupado en las vidas privadas y públicas de sus personajes.
Si bien la primera novela de Franzen, Ciudad veintisiete, estaba en deuda con Thomas Pynchon y Don DeLillo en lo relativo a la creación de un panorama oscuro de un St. Louis futurista, su best-séller de 2001, Las correcciones, marcó su decisión de escribir una especie de Los Buddenbrook [de Thomas Mann] estadounidense para conjurar los Estados Unidos contemporáneos, no mediante la creación de una epopeya caricaturesca sino a través de la deconstrucción de la historia de una familia a los efectos de brindarnos un amplio retrato del país en los materialistas años 90.
Las correcciones [Seix Barral] dio testimonio del descubrimiento de Franzen de su propia voz y moderó su inclinación por la pontificación sociológica, pero la novela tenía algo de híbrido en el que los instintos satíricos del autor y su visión misantrópica del mundo parecían enfrentados con su nuevo impulso de crear personajes tridimensionales. Por momentos daba la impresión de que exageraba el significado simbólico de las experiencias de sus personajes, incluso cuando, con condescendencia, les atribuía toda característica venal posible, desde la hipocresía y la vanidad hasta la paranoia y la connivencia maquiavélica.
¿Buenos vecinos?
En las primeras páginas de Libertad, esa dinámica parece aun más exacerbada cuando se nos presenta a los miembros de la familia Berglund como un conjunto de caricaturas desagradables que desconciertan y molestan a sus vecinos en St. Paul. Conocido por su “amabilidad”, Walter Berglund es un marido y padre débil y pasivo-agresivo que traiciona sus ideales de amor a la naturaleza para trabajar en una compañía de carbón. Su esposa, Patty, también parece muy amable a primera vista, pero resulta ser una verdadera fiera que ataca a Walter y, sin que medie explicación, le pincha las gomas de nieve nuevas a un vecino. Su hijo adolescente, Joey, se siente tan infeliz en su casa que se muda con la familia de su novia a la casa de al lado.
Esos esbozos, sin embargo, resultan tener por único objetivo mostrar cómo pueden ser los Berglund a los ojos de los extraños, así como el relato de Patty de ese período de su vida, que sigue de inmediato en el libro, refleja su propia necesidad de filtrar todo a través del prisma de su rabia y su depresión. Como demostró Las correcciones, Franzen es en extremo adicto a representar esas dos emociones, que no son patrimonio de Patty sino de casi todos los personajes de la novela y que todos ellos remontan a las injusticias o desaires sufridos a manos de sus padres.
A medida que avanza la novela, sin embargo, Franzen se interna más en la mente de sus personajes y los convierte en seres humanos plenamente imaginados; no estereotipos nietzscheanos clasificables en categorías de “duros” (animales descarados y ambiciosos) o “blandos” (felpudos llorosos y patéticos); tampoco seres vulnerables y amargados que rumian viejos rencores, sino personas confundidas capaces de cambiar y, tal vez, hasta de trascender.
Llegamos a entender la dinámica entre un Walter ansioso y complaciente, un buen soldado lleno de rabia reprimida; y Patty, atleta universitaria devenida ama de casa que apacigua con alcohol y sarcasmo su sensación de inutilidad y pérdida. También llegamos a conocer en profundidad al mejor amigo de Walter, Richard, un músico encantador y mujeriego compulsivo del que Patty se había enamorado décadas antes y con el que más tarde tiene un affaire.
El juego del triángulo
Las reiteradas alusiones de Franzen a La guerra y la paz, que sugieren que hay algún tipo de paralelo entre el triángulo Walter-Richard-Patty y el triángulo Pierre-Andrei-Natasha del clásico de Tolstoi, son pretenciosas, pero el autor hace un ágil trabajo de rastreo de las relaciones en constante evolución entre sus tres personajes principales, así como de la dinámica entre Walter y Patty, y sus dos hijos, Joey y Jessica. Entiende el juego improvisado de dominó emocional que puede tener lugar en las familias, así como los paracaídas y escaleras psicológicos que pueden aparecer en sus vidas de la nada.
Desde el comienzo de su carrera con Ciudad veintisiete, Franzen se ha mostrado ambicioso, esforzándose por escribir una Gran Novela Estadounidense que pueda plasmar una mentalidad nacional, y esta novela no es la excepción. El título, Libertad, anuncia un tema que serpentea en la narración: se habla mucho de lo que significa la libertad en términos de ser libres de responsabilidades familiares y convicciones ideológicas, así como del desarraigo y la desarticulación que suelen sobrevenir.
Pero no es ese leit motiv, ni tampoco la tortuosa trama dickensiana (que lleva a Walter y a Joey a involucrarse con una empresa brutal del tipo de Halliburton) lo que da a la novela su peso narrativo y constituye un imán para el lector. Eso lo aportan los personajes de Franzen y su capacidad de plasmar los absurdos de la vida contemporánea, donde el planeta se está “calentando como una tostadora” y la gente usa tarjetas de crédito para comprar chicle o un pancho (“El efectivo está tan pasado de moda”), donde el enfrentamiento entre liberales y conservadores devasta el país en los años de George W. Bush y los blogs desmedidos y los estallidos a lo Howard Beale se consideran expresiones de una perturbación colectiva.
La tensión de la prosa
La prosa de Franzen es al mismo tiempo visceral y lapidaria, y nos muestra cómo los personajes se esfuerzan por navegar en un mundo tecnológico de aparatos y costumbres en constante cambio, cómo luchan por equilibrar la ecuación entre sus expectativas y la sombría realidad, entre sus ideales políticos y sus urgencias personales mercenarias. Demuestra que es tan hábil para la comedia adolescente (lo que le pasa a Joey después de tragarse por accidente su alianza de matrimonio antes de unas vacaciones con la chica de sus sueños) como para la tragedia madura (lo que le pasa a la asistente y nuevo amor de Walter cuando inicia un viaje sola a West Virginia), tan diestro para sostener un espejo ante el mundo que sus personajes habitan día a día como para iluminar su caótica vida interior.
En el pasado, Franzen tendía a imponer una visión del mundo aparentemente cínica y mecanicista a sus personajes, a los que amenazaba con convertir en peones sujetos a imperativos freudianos y darwinianos. Esta vez, al crear individuos inmersos en conflictos y capaces de elegir su propio destino, Jonathan Franzen ha escrito en Libertad su novela más profunda, una novela que resulta ser tanto una biografía cautivante de una familia disfuncional como un retrato indeleble de nuestra época.
Si bien la primera novela de Franzen, Ciudad veintisiete, estaba en deuda con Thomas Pynchon y Don DeLillo en lo relativo a la creación de un panorama oscuro de un St. Louis futurista, su best-séller de 2001, Las correcciones, marcó su decisión de escribir una especie de Los Buddenbrook [de Thomas Mann] estadounidense para conjurar los Estados Unidos contemporáneos, no mediante la creación de una epopeya caricaturesca sino a través de la deconstrucción de la historia de una familia a los efectos de brindarnos un amplio retrato del país en los materialistas años 90.
Las correcciones [Seix Barral] dio testimonio del descubrimiento de Franzen de su propia voz y moderó su inclinación por la pontificación sociológica, pero la novela tenía algo de híbrido en el que los instintos satíricos del autor y su visión misantrópica del mundo parecían enfrentados con su nuevo impulso de crear personajes tridimensionales. Por momentos daba la impresión de que exageraba el significado simbólico de las experiencias de sus personajes, incluso cuando, con condescendencia, les atribuía toda característica venal posible, desde la hipocresía y la vanidad hasta la paranoia y la connivencia maquiavélica.
¿Buenos vecinos?
En las primeras páginas de Libertad, esa dinámica parece aun más exacerbada cuando se nos presenta a los miembros de la familia Berglund como un conjunto de caricaturas desagradables que desconciertan y molestan a sus vecinos en St. Paul. Conocido por su “amabilidad”, Walter Berglund es un marido y padre débil y pasivo-agresivo que traiciona sus ideales de amor a la naturaleza para trabajar en una compañía de carbón. Su esposa, Patty, también parece muy amable a primera vista, pero resulta ser una verdadera fiera que ataca a Walter y, sin que medie explicación, le pincha las gomas de nieve nuevas a un vecino. Su hijo adolescente, Joey, se siente tan infeliz en su casa que se muda con la familia de su novia a la casa de al lado.
Esos esbozos, sin embargo, resultan tener por único objetivo mostrar cómo pueden ser los Berglund a los ojos de los extraños, así como el relato de Patty de ese período de su vida, que sigue de inmediato en el libro, refleja su propia necesidad de filtrar todo a través del prisma de su rabia y su depresión. Como demostró Las correcciones, Franzen es en extremo adicto a representar esas dos emociones, que no son patrimonio de Patty sino de casi todos los personajes de la novela y que todos ellos remontan a las injusticias o desaires sufridos a manos de sus padres.
A medida que avanza la novela, sin embargo, Franzen se interna más en la mente de sus personajes y los convierte en seres humanos plenamente imaginados; no estereotipos nietzscheanos clasificables en categorías de “duros” (animales descarados y ambiciosos) o “blandos” (felpudos llorosos y patéticos); tampoco seres vulnerables y amargados que rumian viejos rencores, sino personas confundidas capaces de cambiar y, tal vez, hasta de trascender.
Llegamos a entender la dinámica entre un Walter ansioso y complaciente, un buen soldado lleno de rabia reprimida; y Patty, atleta universitaria devenida ama de casa que apacigua con alcohol y sarcasmo su sensación de inutilidad y pérdida. También llegamos a conocer en profundidad al mejor amigo de Walter, Richard, un músico encantador y mujeriego compulsivo del que Patty se había enamorado décadas antes y con el que más tarde tiene un affaire.
El juego del triángulo
Las reiteradas alusiones de Franzen a La guerra y la paz, que sugieren que hay algún tipo de paralelo entre el triángulo Walter-Richard-Patty y el triángulo Pierre-Andrei-Natasha del clásico de Tolstoi, son pretenciosas, pero el autor hace un ágil trabajo de rastreo de las relaciones en constante evolución entre sus tres personajes principales, así como de la dinámica entre Walter y Patty, y sus dos hijos, Joey y Jessica. Entiende el juego improvisado de dominó emocional que puede tener lugar en las familias, así como los paracaídas y escaleras psicológicos que pueden aparecer en sus vidas de la nada.
Desde el comienzo de su carrera con Ciudad veintisiete, Franzen se ha mostrado ambicioso, esforzándose por escribir una Gran Novela Estadounidense que pueda plasmar una mentalidad nacional, y esta novela no es la excepción. El título, Libertad, anuncia un tema que serpentea en la narración: se habla mucho de lo que significa la libertad en términos de ser libres de responsabilidades familiares y convicciones ideológicas, así como del desarraigo y la desarticulación que suelen sobrevenir.
Pero no es ese leit motiv, ni tampoco la tortuosa trama dickensiana (que lleva a Walter y a Joey a involucrarse con una empresa brutal del tipo de Halliburton) lo que da a la novela su peso narrativo y constituye un imán para el lector. Eso lo aportan los personajes de Franzen y su capacidad de plasmar los absurdos de la vida contemporánea, donde el planeta se está “calentando como una tostadora” y la gente usa tarjetas de crédito para comprar chicle o un pancho (“El efectivo está tan pasado de moda”), donde el enfrentamiento entre liberales y conservadores devasta el país en los años de George W. Bush y los blogs desmedidos y los estallidos a lo Howard Beale se consideran expresiones de una perturbación colectiva.
La tensión de la prosa
La prosa de Franzen es al mismo tiempo visceral y lapidaria, y nos muestra cómo los personajes se esfuerzan por navegar en un mundo tecnológico de aparatos y costumbres en constante cambio, cómo luchan por equilibrar la ecuación entre sus expectativas y la sombría realidad, entre sus ideales políticos y sus urgencias personales mercenarias. Demuestra que es tan hábil para la comedia adolescente (lo que le pasa a Joey después de tragarse por accidente su alianza de matrimonio antes de unas vacaciones con la chica de sus sueños) como para la tragedia madura (lo que le pasa a la asistente y nuevo amor de Walter cuando inicia un viaje sola a West Virginia), tan diestro para sostener un espejo ante el mundo que sus personajes habitan día a día como para iluminar su caótica vida interior.
En el pasado, Franzen tendía a imponer una visión del mundo aparentemente cínica y mecanicista a sus personajes, a los que amenazaba con convertir en peones sujetos a imperativos freudianos y darwinianos. Esta vez, al crear individuos inmersos en conflictos y capaces de elegir su propio destino, Jonathan Franzen ha escrito en Libertad su novela más profunda, una novela que resulta ser tanto una biografía cautivante de una familia disfuncional como un retrato indeleble de nuestra época.
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