sábado, octubre 08, 2011

Sospechas


Los concursos literarios...
Felizmente nunca me han llamado la atención. Ni para bien, ni para mal.
Lo que sí me parece muy aberrante es que haya escritores, tanto aquí y en Sri Lanka, que dependan de estas ruletas, algunos no entenderían su identidad si no fuera por los concursos ganados. Concursógrafos, pues.
Pues bien, me puse a pensar en los mecanismos de los concursos luego de leer este artículo de Ignacio Echevarría.
Ahora me retiro, seguiré celebrando el triunfo de Perú ante Paraguay. Las cervezas, y más, aguardan por mí.

...

A punto de comenzar nuevamente la ronda de los premios literarios, me pregunto si queda algo por decir acerca de ellos. Me refiero ahora a los premios que una editorial cualquiera concede a un original inédito que ella misma se ocupa de publicar y de promover, con fines comerciales y publicitarios. Pareciera que no, que está todo dicho, que ya todos sabemos cómo funciona este tinglado que encorseta de forma tan peculiar la narrativa en lengua española, provocándole protuberancias y michelines tan poco favorecedores. Pero qué va.

Hablaba yo el otro día con un escritor quejoso de las sospechas que algunos volcaban sobre la manera en que, años atrás, obtuvo un premio de novela. El escritor al que me refiero tenía la conciencia muy tranquila acerca de la legitimidad tanto de su propio proceder como de la del jurado que lo premió. De ahí que mostrara algún asombro cuando opuse ciertas reservas a esa buena conciencia.

En el pasado fui miembro de ese mismo jurado y yo también tenía la conciencia tranquila acerca de mi recto proceder. Pero ocurre que ese jurado, como todos, lee apenas media docena de originales, seleccionados entre los varios centenares presentados al premio. Este radical acotamiento del campo de observación permite a los organizadores del premio (que, como es usual, forman parte del jurado) determinar tendenciosamente su decisión. ¿Cómo? Colando entre los originales seleccionados aquel o aquellos que, por las razones que sea, tienen un interés particular en destacar.

En el caso de mi amigo escritor, resultó que fue un miembro del jurado el que le sugirió presentarse al premio. No sé si eso lo colocó de partida en una situación ventajosa, pero el dato, al menos desde fuera, arroja una sombra de duda. Una duda que cobra cuerpo cuando es el propio editor quien invita a un determinado escritor a presentarse al premio que él otorga, o cuando un original llega a concurso “recomendado” por quien sea.

A lo que voy. Se dice que no basta que la mujer del César sea honesta, también ha de parecerlo. En el caso de los premios comerciales, no tienen modo de parecerlo. El hecho de que sus promotores sean directos beneficiarios de su éxito introduce un insoslayable margen de sospecha sobre la neutralidad de los procedimientos que ellos mismos establecen para su conveniente funcionamiento. Pero imaginemos ahora que un editor pudiera ofrecer garantías de que se abstiene de todo favoritismo en la selección de los originales que finalmente llega a leer el jurado. Demos por supuesto que éste realiza sus deliberaciones sin ningún tipo de complicidad ni cortapisa. ¿Qué tipo de fallo es aquel que se emite sin una previa consideración de todas las circunstancias del caso?

Esas circunstancias, en un concurso literario, son todos y cada uno de los originales presentados. ¿Quién los lee? ¿Conforme a qué criterios? Generalmente, se trata de lectores a destajo seleccionados y orientados por el editor. Ya por ahí la cosa empieza a crujir.

¿Qué tipo de coincidencia cabe presumir entre los criterios de esos lectores y los de los diferentes miembros del jurado? Pongamos que una proporción de los originales son “objetivamente” desechables. Aun así, la muy apurada selección que se somete a la deliberación del jurado puede haber dejado fuera originales que quizá hubieran despertado el interés de alguno de sus miembros. Tanto más si se piensa que los diferentes preseleccionadores (pues suelen ser varios, y por lo general realizan su trabajo en precarias condiciones) tiene sus propios gustos y manías, acaso incompatibles entre sí.

La semana pasada actué como jurado de un premio de cuentos. Los diferentes miembros del jurado leímos cuarenta originales seleccionados entre los más de tres mil que al parecer se presentaron. Para deliberar, empezamos por destacar cada uno diez cuentos. Pues bien: hubo casos de completa incoincidencia entre las diferentes listas. Si esta divergencia de gusto y de criterio se proyecta sobre el proceso entero de selección que cribó los tres mil cuentos, se obtiene una perspectiva razonable de la más que relativa aleatoriedad que, en general, y en grado directamente proporcional al éxito de su convocatoria, precede al fallo de cualquier premio.

Si a esta aleatoriedad se suma, además, la porosidad que toda la mecánica de los premios ofrece a las manipulaciones más o menos deliberadas de sus promotores, resulta evidente que no hay modo alguno de sustraerse a las sospechas que recaen sobre ellos, sobre todos ellos. Esas sospechas son consustanciales a su constitución misma. A partir de ahí, todo es simple cuestión de grado.

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