lunes, mayo 21, 2012

Nadie escribe de la nada






Este artículo salió publicado hoy lunes 21 en el suplemento Variedades del diario El Peruano.






Hasta los 20 años había leído las obras maestras de los representantes del boom latinoamericano, menos las de Carlos Fuentes. Ahora que el escritor mexicano ha muerto, me pregunto cómo fue que empecé a seguirlo, sobre el primer encuentro que tuve con él y, principalmente, qué es lo que me ha dejado a través de sus libros.

Era una perdida mañana de la primavera de 1999. Caminaba por Larco. Acababa de cobrar un dinero por una traducción. Al llegar al cruce con Benavides, subí en dirección a La Vía Expresa. Ni bien avancé media cuadra, vi el panel de la librería ABC, hoy en día desaparecida. Ingresé como quien mira sin intención, prestándome al placer de querer ser hallado por el libro. Miraba sin mirar. Y sin esperarlo se me acerca la encargada de la librería, Yesenia, quien con los años se convirtió en una de mis mejores amigas. Llevaba un pantalón de lino beige y una cafarena verde oscura. Y me gustaron sus ojos marrones claros. Le pregunté qué libro me recomendaría y ella no dudó en darme Terra Nostra.

Al llegar a casa empecé a hojear la publicación, de poco más de setecientas páginas. No tardé en asociar la impresión con las experiencias lectoras de Paradiso y el Ulises. Y no niego que tuve cierto temor, ya que en esos meses devoraba todos los nombres capitales del realismo sucio. Mis preferencias iban por otro lado. No obstante, crucé información y supe así que Terra Nostra era una silente obra maestra. Mucho más que La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y Aura. Me consideraba un lector vitalista y no me sentía en onda como para embarcarme en experiencias ligadas al metalenguaje. Dos semanas después, me sentí decepcionado de los textos que andaba leyendo y en la soledad de mi habitación, y movido quizá por un influjo irracional, decidí leer Terra Nostra.

Fuentes la escribió gracias a una beca Guggenheim. Y durante años tuve la certeza de que para leerla hacía falta gozar de una beca parecida. Esta novela es asunto serio. Te seca y te reta. Pero tan cierto como ello es también su fuerza centrípeta, capaz de acompañar durante mucho tiempo a quien haya hecho el esfuerzo por abordarla. La empresa lectora me tomó, literalmente, un mes. Le dedicaba cuatro horas diarias, acompañado de un diccionario y un cuaderno Loro en donde apuntaba. Como se colige, fue una labor ardua, pero al acabar terminé con la sensación de que había valido el esfuerzo y el sudor desplegados. Por extraño que sea, Terra Nostra es quizá uno de los mayores logros del Neobarroco, es la extensión hasta la muerte de Cobra y Maitreya de Sarduy, un cachetazo a Paradiso. Novela ampulosa y sensual, de vértigo infinito y con todas las fichas puestas que aseguraban su perdurabilidad.

 Lo ideal hubiera sido que siguiera leyendo otras cosas de Fuentes. Sin embargo, me pasó con él lo que con los grandes: anhelas quedarte con la sensación de dicha de lo leído, una suerte de huida de una posible decepción ante un título que no esté a la altura del que acabas de conocer. Los meses pasaron y mis ganas por fagocitar cine se habían acrecentado. En una oportunidad, luego de ver Ciudadano Kane, averigüé que esta película tenía más de un lazo en común con La muerte de Artemio Cruz. El detalle fue más que suficiente para lanzarme a la novela. Evidentemente, los puentes entre ella y la película eran más que patentes, y pude notar en este segundo acercamiento un aspecto que no había percibido en Terra Nostra: los circuitos y senderos del espectro político, más la direccionalidad del poder como eje. La muerta de Artemio Cruz era una novela política y de misterio. Me gustó, pero confieso que salí un tanto decepcionado y confirmé que debí esperar más tiempo para acercarme a otro libro del mexicano. De allí en adelante comencé a relacionarme indirectamente con Fuentes. Ya sea por el documental sobre Buñuel, por las crónicas de Sergio Ramírez y los ensayos de Enrique Krauze. Todas estas referencias llegadas por azar me hicieron volver una y otra vez al autor. Ahora los resultados eran distintos, Aura, La región más transparente, Cambio de piel, Los años con Laura Díaz y algunas más, eran radiografías de su grandeza como autor de ficción. Eran buenas novelas, aunque no calaran en mis gustos personales. Empero, me reforcé con Fuentes cuando llegué a los ensayos de Geografía de la novela.

Como lector que escribe, siempre voy a tener predilección por los ensayos de escritores sobre el quehacer creativo y la tradición literaria, de la novela en especial. Los títulos se te vuelven importantes por el momento en que los lees. No solo te abren la mente, sino que te expanden el espectro libresco. En mi caso, Geografía de la novela hizo que me acercara a autores y prosapias literarias que veía de lejos, con la idea de leerlos algún día. Este título me sirvió de guía durante años. Obvio, los autores que Fuentes diseccionaba hacían eco de su postura literaria y política, esto suele verse en escritores mayores, que ajustan su discurso a una teoría personal con el fin de ganar más adeptos. Muchas de estas entregas caen en la chapuza, no demoran nada en traicionarse. Sin embargo, Geografía de la novela se perenniza debido a su alcance que no solo se centra en los autores y sus obras, debido a que en cada acercamiento somos guiados a un contexto histórico, social y político. En otras palabras: Fuentes me recreaba una época.

En mi experiencia en el mundillo literario peruano y también en la comunicación que he mantenido con narradores de otros países, la figura de Fuentes no ha sido muy determinante en sus poéticas. Es que se ha leído poco a Fuentes debido, y disculpen el prejuicio, a su imagen de escritor total al que solo le faltó hablar de cocina y automovilismo. Fuentes es a la fecha una imagen lejana para las nuevas voces castellanas.

Veamos, si un aspecto caracteriza a la nueva latinoamericana es su patente y autoauplaudida falta de interés por la política e historia, centrándose más en terruños intimistas que algunas veces toma como telón de fondo los acontecimientos políticos e históricos que han marcado a la región del sur (claro, habría que obviar a los autores que con fines comerciales han hecho uso de estas características en pos de determinados títulos destinados a premios internacionales, tal y como pudimos ver con Roncagliolo, Thays y Juan Gabriel Vásquez). Es decir, una corriente que viaja a la contra de los postulados del mexicano, quien ha hecho de la política e historia la médula de su inalcanzable obra.


Leer a Fuentes es un reto. El lector de turno deberá dinamitar sus prejuicios. Una vez hecho esto, nos toparemos con una propuesta que ha bebido en demasía de lo mejor de la tradición de la lengua en castellano, ya sea en literatura, historia, política y economía. Quizá, debido a su acervo, Fuentes se convirtió en una imagen total, a años luz para muchas plumas en vías de consagración y otras que recién buscan forjarse una obra. Es duro acercarse a Fuentes, pero hay que hacerlo. Uno termina sus páginas enriquecido, sintiéndose más y sabiendo más de la tradición literaria, como si se hubiese viajado en el tiempo en el fuego de la palabra. Y ahora que escribo el texto, no puedo dejar de recordar una sentencia suya que hasta el día de hoy me sigue marcando. “Ningún escritor escribe de la nada. Tenemos una tradición que viene de Cervantes y desde allí hay que partir”. Tiene razón, Terra Nostra es prueba de la sentencia. Si más escritores y lectores conocieran esta novela, a lo mejor Fuentes tendría mayor ascenencia.

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