Nadie escribe de la nada
Este artículo salió
publicado hoy lunes 21 en el suplemento Variedades del diario El Peruano.
…
Hasta los 20 años había
leído las obras maestras de los representantes del boom latinoamericano, menos las de Carlos Fuentes. Ahora que el
escritor mexicano ha muerto, me pregunto cómo fue que empecé a seguirlo, sobre
el primer encuentro que tuve con él y, principalmente, qué es lo que me ha
dejado a través de sus libros.
Era una perdida mañana
de la primavera de 1999. Caminaba por Larco. Acababa de cobrar un dinero por
una traducción. Al llegar al cruce con Benavides, subí en dirección a La Vía
Expresa. Ni bien avancé media cuadra, vi el panel de la librería ABC, hoy en día desaparecida. Ingresé
como quien mira sin intención, prestándome al placer de querer ser hallado por
el libro. Miraba sin mirar. Y sin esperarlo se me acerca la encargada de la
librería, Yesenia, quien con los años se convirtió en una de mis mejores
amigas. Llevaba un pantalón de lino beige y una cafarena verde oscura. Y me
gustaron sus ojos marrones claros. Le pregunté qué libro me recomendaría y ella
no dudó en darme Terra Nostra.
Al llegar a casa empecé
a hojear la publicación, de poco más de setecientas páginas. No tardé en
asociar la impresión con las experiencias lectoras de Paradiso y el Ulises. Y
no niego que tuve cierto temor, ya que en esos meses devoraba todos los nombres
capitales del realismo sucio. Mis preferencias iban por otro lado. No obstante,
crucé información y supe así que Terra
Nostra era una silente obra maestra. Mucho más que La muerte de Artemio Cruz, La
región más transparente y Aura.
Me consideraba un lector vitalista y no me sentía en onda como para embarcarme
en experiencias ligadas al metalenguaje. Dos semanas después, me sentí
decepcionado de los textos que andaba leyendo y en la soledad de mi habitación,
y movido quizá por un influjo irracional, decidí leer Terra Nostra.
Fuentes la escribió
gracias a una beca Guggenheim. Y durante años tuve la certeza de que para
leerla hacía falta gozar de una beca parecida. Esta novela es asunto serio. Te
seca y te reta. Pero tan cierto como ello es también su fuerza centrípeta,
capaz de acompañar durante mucho tiempo a quien haya hecho el esfuerzo por
abordarla. La empresa lectora me tomó, literalmente, un mes. Le dedicaba cuatro
horas diarias, acompañado de un diccionario y un cuaderno Loro en donde
apuntaba. Como se colige, fue una labor ardua, pero al acabar terminé con la
sensación de que había valido el esfuerzo y el sudor desplegados. Por extraño
que sea, Terra Nostra es quizá uno de
los mayores logros del Neobarroco, es la extensión hasta la muerte de Cobra y Maitreya de Sarduy, un cachetazo a Paradiso. Novela ampulosa y sensual, de vértigo infinito y con
todas las fichas puestas que aseguraban su perdurabilidad.
Lo ideal hubiera sido que siguiera leyendo
otras cosas de Fuentes. Sin embargo, me pasó con él lo que con los grandes:
anhelas quedarte con la sensación de dicha de lo leído, una suerte de huida de
una posible decepción ante un título que no esté a la altura del que acabas de
conocer. Los meses pasaron y mis ganas por fagocitar cine se habían acrecentado.
En una oportunidad, luego de ver Ciudadano
Kane, averigüé que esta película tenía más de un lazo en común con La muerte de Artemio Cruz. El detalle
fue más que suficiente para lanzarme a la novela. Evidentemente, los puentes
entre ella y la película eran más que patentes, y pude notar en este segundo
acercamiento un aspecto que no había percibido en Terra Nostra: los circuitos y senderos del espectro político, más
la direccionalidad del poder como eje. La
muerta de Artemio Cruz era una novela política y de misterio. Me gustó,
pero confieso que salí un tanto decepcionado y confirmé que debí esperar más tiempo
para acercarme a otro libro del mexicano. De allí en adelante comencé a
relacionarme indirectamente con Fuentes. Ya sea por el documental sobre Buñuel,
por las crónicas de Sergio Ramírez y los ensayos de Enrique Krauze. Todas estas
referencias llegadas por azar me hicieron volver una y otra vez al autor. Ahora
los resultados eran distintos, Aura, La región más transparente, Cambio de piel, Los años con Laura Díaz y algunas más, eran radiografías de su
grandeza como autor de ficción. Eran buenas novelas, aunque no calaran en mis
gustos personales. Empero, me reforcé con Fuentes cuando llegué a los ensayos
de Geografía de la novela.
Como lector que escribe,
siempre voy a tener predilección por los ensayos de escritores sobre el
quehacer creativo y la tradición literaria, de la novela en especial. Los
títulos se te vuelven importantes por el momento en que los lees. No solo te
abren la mente, sino que te expanden el espectro libresco. En mi caso, Geografía de la novela hizo que me
acercara a autores y prosapias literarias que veía de lejos, con la idea de
leerlos algún día. Este título me sirvió de guía durante años. Obvio, los
autores que Fuentes diseccionaba hacían eco de su postura literaria y política,
esto suele verse en escritores mayores, que ajustan su discurso a una teoría
personal con el fin de ganar más adeptos. Muchas de estas entregas caen en la
chapuza, no demoran nada en traicionarse. Sin embargo, Geografía de la novela se perenniza debido a su alcance que no solo
se centra en los autores y sus obras, debido a que en cada acercamiento somos
guiados a un contexto histórico, social y político. En otras palabras: Fuentes
me recreaba una época.
En mi experiencia en el
mundillo literario peruano y también en la comunicación que he mantenido con narradores
de otros países, la figura de Fuentes no ha sido muy determinante en sus
poéticas. Es que se ha leído poco a Fuentes debido, y disculpen el prejuicio, a
su imagen de escritor total al que solo le faltó hablar de cocina y automovilismo.
Fuentes es a la fecha una imagen lejana para las nuevas voces castellanas.
Veamos, si un aspecto
caracteriza a la nueva latinoamericana es su patente y autoauplaudida falta de
interés por la política e historia, centrándose más en terruños intimistas que
algunas veces toma como telón de fondo los acontecimientos políticos e
históricos que han marcado a la región del sur (claro, habría que obviar a los
autores que con fines comerciales han hecho uso de estas características en pos
de determinados títulos destinados a premios internacionales, tal y como
pudimos ver con Roncagliolo, Thays y Juan Gabriel Vásquez). Es decir, una
corriente que viaja a la contra de los postulados del mexicano, quien ha hecho
de la política e historia la médula de su inalcanzable obra.
Leer a Fuentes es un
reto. El lector de turno deberá dinamitar sus prejuicios. Una vez hecho esto,
nos toparemos con una propuesta que ha bebido en demasía de lo mejor de la
tradición de la lengua en castellano, ya sea en literatura, historia, política
y economía. Quizá, debido a su acervo, Fuentes se convirtió en una imagen
total, a años luz para muchas plumas en vías de consagración y otras que recién
buscan forjarse una obra. Es duro acercarse a Fuentes, pero hay que hacerlo.
Uno termina sus páginas enriquecido, sintiéndose más y sabiendo más de la tradición
literaria, como si se hubiese viajado en el tiempo en el fuego de la palabra. Y
ahora que escribo el texto, no puedo dejar de recordar una sentencia suya que
hasta el día de hoy me sigue marcando. “Ningún escritor escribe de la nada.
Tenemos una tradición que viene de Cervantes y desde allí hay que partir”. Tiene
razón, Terra Nostra es prueba de la
sentencia. Si más escritores y lectores conocieran esta novela, a lo mejor Fuentes tendría mayor ascenencia.
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