Vargas Llosa antes del fin
Leo mucho a Vargas
Llosa, pero siempre lo hago a destiempo. La algarabía y fiebre que despierta
nuestro Nobel de Literatura, en cada última publicación, suele ser descomunal y
engañosa. Existe un consenso en quedar bien con él, a toda costa. Importa poco
si el título ni siquiera llegue a la medianía de ¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma
en los andes o Elogio de la madastra.
Se escribe de Marito
con miedo, reverencia y en algunos casos con un patético espíritu
lustrabotista. Yo prefiero hacerlo con respeto.
Es lo mínimo, pues.
No hay escritor peruano,
y más de uno latinoamericano, que no haya bebido de él. Imagino a todas las
sensibilidades que optaron por ser parte del oficio literario luego de leer sus
libros. Pienso en El pez en el agua, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, El hablador, La fiesta del Chivo, La
guerra del fin del mundo, Historia de
un deicidio…
Ahora, en La civilización del espectáculo
(Alfaguara, 2012) tenemos un claro viaje a las parcelas del prejuicio y la desinformación.
Durante la lectura cerraba el ejemplar y miraba la portada para cerciorarme si
era Vargas Llosa el autor, albergando la esperanza de una equivocación. Varias
veces me ha pasado. Por ejemplo, hace años quise leer a Eielson y cogí, seguro
por la borrachera, el primer poemario que me había regalado un entonces joven
crítico de San Marcos. Esa gracia me resintió un par de meses del verdadero
hacedor de Habitación en Roma.
Vargas Llosa en su
faceta de ensayista siempre se ha caracterizado por su responsabilidad en la
investigación. En este sentido no ha sido menos que admirable. Sin embargo, el
de la presente publicación practica el gamonalismo intelectual, y en base a
ello pontifica, haciéndonos creer que estamos perdiendo los valores de la “alta
cultura”, arrastrada por la banalización y frivolidad. Es decir, para nuestro
admirado plumífero, atravesamos años en lo que no hay nada que destacar de la
producción creativa y cultural. Diera la impresión, por decir lo menos, que le
ha declarado la guerra abierta al divertimento, sin aplicar ningún tipo de
filtro, siendo ajeno a la sensibilidad contemporánea, que por el hecho de ser
rápida, no quiere decir que sea fugaz. De lo contrario cómo nos explicaríamos
las nuevas propuestas artísticas que recogen mucho, y en demasía, de los
valores y crisoles que tanto dice defender y que a la vez añora (¿no ha visto a
los nuevos cineastas rusos, por ejemplo?, ¿no fue él quien nos recomendó 24 y a Stieg Larsson?).
Su estrategia en
principio se pinta de inteligente. Apela a la comparación, tanto en cine,
literatura, artes plásticas y demás. Por ejemplo, en cuanto a literatura, no
hay mucho que discutir entre Edmund Wilson y Oprah Winfrey, pero ese tipo de
parangón resulta zafio tratándose de una mente brillante como la suya, entonces
lo hace motivado por cierto prejuicio en pos de un discurso que nutre su
poética y visión del arte. Para una persona no muy informada podría resultar
convincente, pero hay que manejar datos, ser dueño de cierta cultura para
detectar las trampas de este magisterio ególatra. No sabía que Marito también
podía convertirse en el rey de la omisión y fungir de paso de príncipe de la
criollada intelectual.
Intentar explicar lo que
ocurre en la sociedad de hoy es ante todo una empresa complicada. Se requiere de
muchas fuentes y datos para sacarla adelante. Y no con el fin de prodigar
certezas, sino ideas dignas de debate y polémica, algo en lo que el autor de La casa verde ha demostrado ser más de una
vez una voz autorizada, que sabía de lo que escribía y por ende discutía.
Ya son varios años en
los que Mario Vargas Llosa no nos entrega algo digno de su calibre, tanto en
ficción como en ensayo. Lo último que leí de valor de su inalcanzable
producción fue Travesuras de la niña
mala. Y no soy el único que ha sido testigo de saludos desmedidos y
trepadores hacia títulos sumamente menores y olvidables como El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta y Diario de Irak.
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