Cuando la ficción es un pretexto
Publicado en el tercer
número de Estante.
…
Fines de 1998. Me
encontraba en el instituto Raúl Porras Barrenechea, en una suerte de lecturas
condimentadas de insoportable jerigonza académica. No sé qué hacía allí, el
mundo académico jamás me ha interesado. Sin embargo, aquella vez más de un
ponente mencionó a José Saramago. Y claro, estas recurrentes referencias no
eran gratuitas, tenían toda la pinta del oportunismo. Saramago no llevaba más
de un mes como Nobel de Literatura y más de un dizque caleta de la lectura
juraba conocer su obra. Sus libros empezaron a reeditarse por doquier y más de
uno quería leer hasta ese entonces a esa escondida pluma.
Salí de la casa de la
calle Colina rumbo a Larco. Fui a la librería La Familia. Pregunté por alguna
novela de Saramago y compré El año de la
muerte de Ricardo Reis. Días después la leí y quedé impresionado. Y debo
decirlo: si no fuera por ella, no me hubiera animado a buscar la obra de
Pessoa, a la fecha, uno de los poetas que más admiro.
Esta vez no se han
equivocado con el Nobel, pensé durante algunas semanas. Por lo tanto, decidí
buscar más títulos del portugués.
La decepción empezó
poco después, cuando llegó a mis manos El
evangelio según Jesucristo. No me gustó para nada. Y no se debió por
reparos a la prosa del autor, que dicho sea, refulgía en una pesadez debido a
sus interminables digresiones, sino a su discurso, que tenía todos los atavíos de
la ensayística sobre la paz, el amor ágape y la justicia social. El evangelio… no es más que un tratado
de lo que debería ser el buen hombre contemporáneo. Moralina a granel. Aún así,
no me decepcioné de la poética de Saramago. Y decidí darle una tregua. No
leerlo en algún tiempo.
En los años que no lo
leí, me topaba con personas a las que tampoco les gustaba Saramago. Hasta
críticos literarios, serios, pero de izquierda, que defendían, bajo argumentos
risibles, la propuesta del Nobel, izquierdista y comunista declarado. Ser de
izquierda es un sentimiento, no valen las réplicas, empezaba a darme cuenta.
Saramago en ese entonces se había convertido en un cura o mensajero de la
justicia social; valía más el contenido de sus tópicos que lo literario.
Y me acerqué a Todos los nombres, Ensayo sobre la ceguera, La
caverna, El viaje del elefante, El hombre duplicado y un par más que
ahora no recuerdo. En síntesis: Saramago era un ensayista que usaba la ficción
como pretexto. Fue un escritor comprometido con su tiempo. Por ejemplo: es
harta conocida su postura contra la globalización capitalista, al punto que no
pocos de sus textos de El último cuaderno,
en el que reunió sus posts del blog que administraba en El Boomerang, pueden
dar fe de esta aseveración.
No creo que Saramago
sobreviva a esta generación de lectores. Me gustaría que se le recuerde como un
buen escritor, y no un Nobel menor. El Nobel es su estigma. Fácilmente se lo
merecían otros. Obviamente, no fue su culpa que los ancianos de la academia
sueca le hayan otorgado el galardón, tan preocupados, la mayoría de las veces,
en aspectos extraliterarios y no en lo que debiera importar en literatura.
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