"El invierno en Lisboa"
Lecturas de madrugada
10 – Lee por gusto/Perú 21
…
Siempre me ha
interesado el rock. Escucho rock todo el día. Con los años he centrado mi gusto
en el rock setentero, al que pertenecen los mejores discos que guardo en el
alma y en la cabeza, como el Animals
de Pink Floyd, Marquee Moon de
Television, Selling England By The Pound
de Genesis. En fin.
Sin embargo, hubo una
época en que fui atrapado por la cadencia y los ritmos tanáticos/vitales del
jazz. Las tonadas a medianoche que uno podía escuchar en los bares de los arcos
de la Plaza San Martín, en el programa radial de Jesús Ruiz Durand, quizá en
una novela de Boris Vian, o en las películas de Sidney Lumet. Lo que sea y como
haya sido, no me interesa saberlo porque lo real, lo que interesa, es que
paulatinamente me puse a escuchar jazz, únicamente jazz, solo jazz durante un
par de largos e intensos años.
De alguna manera, el
mundo que proyectaba el jazz era el que, creía yo, estaba viviendo. Me
encontraba pues en una crisis existencial, los demonios no podían replegarse
con la furia y la cadencia del rock, tenía que hacerlo de otra manera, con una
música un tanto más cadenciosa, pero no por ello menos salvaje, en la que se
diera rienda suelta, sobre todo, a la improvisación y se viviera aquello que
solo los persistentes encuentran en la llamada “Nota azul”. Por otra parte,
había armado un plan de lecturas de novelas negras y policiales. Mi lista la
conformaban los maestros, muchos de ellos provenientes de las series de
bolsillo de The Black Mask. Me atraía
pues el estilo cortante, punzante, que no solo llegaban a genuinas cumbres en
las narraciones, sino en los diálogos que podían llegar a ser toda una
revelación.
Como dije, escuchaba
únicamente jazz. Y de los géneros y ritmos del jazz, mis preferencias se ubican
por naturaleza en el Bebop.
Frecuentaba mucho el centro de Lima, aquel centro en donde se estaba haciendo
costumbre ver las primeras manifestaciones juveniles contra los afanes
fujimoristas de perpetuación en el poder. Solo había que cruzar la Plaza San
Martín para toparse con cientos de jóvenes que en el desorden natural y
hormonal de la edad, planeaban las marchas que no necesariamente tenían una
logística coherente, pero al menos se hacía algo y eso era lo que a fin de
cuenta tenía importancia. Solía cruzar esa plaza todos los días, a distintas
horas. Fue en una noche de neblina en que me topé con un señor que,
aprovechando la formación de islotes humanos, vendía libros en el suelo. Me
acerqué y me puse a ver lo que ofrecía. En mi cabeza el imperecedero “Round Midnight”
de Thelonious Monk. Más de un título era digno candidato a ser ubicado en las
bibliotecas de los espantos, pero hubo uno que se diferenciaba, estaba debajo
de un bodrio, un libraco aprista. En su portada unos músicos de jazz. Abrí el
libro y esto fue lo que leí:
“Habían pasado casi dos
años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a
encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en
nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado
bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el
bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada”.
El autor: el español
Antonio Muñoz Molina. El libro: la novela El
invierno en Lisboa (Seix Barral, 1987).
Obviamente, lo compré
en el acto. Y lo leí esa noche.
Al cerrarlo, me encontraba
sudando, como si hubiese estado quemando toda la grasa del sobrepeso. Lo había
terminado a las horas (en esos años podía leer hasta dos libros por día, y
extraño no tener ese despliegue de energías ahora). Y de algo no tuve dudas,
esa novela me acompañaría por mucho tiempo y lo que he hecho cada vez que he
podido no es otra cosa que, aparte de releerla, recomendarla.
En lo personal, esta
novela daba cuenta de lo que escuchaba y leía. Me gustaba y sigue gustando
gracias al lenguaje del que hace uso el autor. Un lenguaje no recurrente en el
registro policial. Podríamos hablar de uno poético, no asociado al lirismo
seco, sino simplemente poético, que saca a la novela de lo policial, llevándola
más allá del género y convirtiéndola en un mosaico de la incoherencia del
comportamiento humano.
Sea en San Sebastián,
Madrid y Lisboa, Santiago Biralbo y Lucrecia viven una pasión que solo puede
ser enriquecida por los peligros de la noche y los personajes que esta pueda
traer cuando se supone que ya nada más puede ocurrir. Estamos ante una historia
de amor en un policial, narrada por un testigo, víctima también del vértigo de la
noche, vértigo que sin desearlo le obliga a realizar ligeras pero sustanciales
variaciones a lo que va narrando, siendo en más de un tramo sumamente incoherente,
pero es precisamente en esa falta de lógica que tenemos en primer plano lo
irracional que puede llegar a ser una pasión. Biralbo y Lucrecia se ven
complementados por un personaje secundario, inspirado en el siempre recordado, lamentablemente
más mentado que escuchado, trompetista gringo Chet Baker, Billy Swann, cuya
adicción por la heroína es equiparable a su amor por el jazz. Swann es el
personaje que no quieren ayudar, pero que ayudan con devota compasión, un genio
perdido en las oscuras esquinas del alma, un genio por el que los protagonistas
agravan aún más su relación. El narrador testigo llega a la conclusión de que
sus amigos no tienen la más mínima redención, no interesa cuántos golpes y litros
de sangre puedan correr, al punto que el robo de un cuadro de Cézanne, hecho
que inserta la novela en el policial, queda en un justo segundo o tercer plano; lo que a él le importa, por sobre todas las
cosas, es relatar y redimirse de esta manera en los caprichos del recuerdo.
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