El hombre infinito
Mis recorridos por librerías los hago
exclusivamente los domingos Siempre en la tarde, cerca de la noche. Me resulta
cómodo por la sencilla razón de que hay muy poca gente y no pasa nada mejor que
ver y comprar libros en absoluto silencio. Hace poco más de ocho años, terminé
uno de estos periplos en El Virrey de la calle Dasso. Llegué hacia las seis de
la tarde y me puse a revisar la sección de Literatura Internacional Miraba los
lomos, anotaba títulos y nombres de autores, revisaba contraportadas Entonces
reparé en un tomo grueso, que no tenía registrado y que a las justas podía ser
cogido por mi mano abierta. Pensé que se trataría de un compendio, algo como
una suma de novelas artúricas. Pero no. Lo siguiente que llamó mi atención fue
el título de la publicación y, en menor medida, el nombre de su autor: La broma infinita, de David Foster
Wallace.
Saqué el ladrillo y lo revisé al vuelo.
Me gustó lo que leía, pero se trataba de un gusto por el que debía esforzarme
un poco. Además, me fue imposible no preguntarme si lo que tenía entre manos
era una suerte de ensayo filosófico, un híbrido discursivo. Parte de esta
impresión obedecía a los innumerables pies de página, que reunidos hacían otro
libro dentro del libro. Hasta ese momento lo poco que sabía de Foster Wallace
era gracias a la revista McSweeney´S.
Por aquel entonces solía leer bajo
programas de lecturas, los cuales podían durar meses y meses. Me concentraba en
un autor, una tendencia, y no paraba hasta agotar sus referencias. Entonces
finalizaba un plan de novelas de ciencia ficción e iba armando el siguiente
(¿nuevos narradores norteamericanos o centroeuropeos?). Me decidí por los
primeros gracias a la novela La fortaleza
de la soledad de Jonathan Lethem.
Acabé lo de la ciencia ficción y sin más ingresé en el universo de, además de
Lethem, Chabon, Eggers, Palahniuk, Franzen, Powers y, por supuesto, Foster
Wallace.
El dinero no me daba para comprarme toda
la bibliografía que requería para seguir como se debe un programa como este,
así es que apelando a amistades y a ciertas mañas de extracción, me hice con
casi todo lo que me interesaba leer de los Wonder Boys. Sin duda, se trata de
una gran generación de narradores, una generación heredera de esa imbatible
tradición que es la novelística gringa del XIX. De todo lo que leía, tenía a
mis favoritos, como Franzen, que me transportaba a la novela rusa; Lethem, una
especie de Stendhal en trips; y Foster Wallace, a quien leí en relatos y
ensayos por el simple motivo de estar más al alcance de mis bolsillos. Esto me
bastó para intuir que era, posiblemente, el mayor representante de su camada.
Lo supuse así tras leer los relatos de La
niña del pelo ralo, Entrevistas breves
con hombres repulsivos y Extinción;
y su producción narrativa de no ficción (Hablemos
de langostas y Algo supuestamente
divertido que nunca volveré a hacer). Sin embargo, me faltaba verlo en las
pistas de distancias largas, aunque esto no sea más que un eufemismo, porque
leerlo en cuento y en no ficción era ya enrumbarse en viajes de incansable
aliento narrativo. La broma infinita
estaba en mi lista, pero aún no era el momento de enfrentarla.
Seguí leyendo, años después, incluso con
más voracidad, pero sin programas. Las cosas iban por su cauce natural, cuando
el 12 de octubre de 2008 me enteré del suicidio por ahorcamiento de David
Foster Wallace. Eran las cinco de la mañana y me encontraba revisando algunas
webs de diarios y revistas gringas. No lo supe hasta ese momento: Foster
Wallace había llevado demasiados lustros luchando contra la depresión, pero la
ingesta de Nardil no resultó suficiente. A partir de entonces no pocos fueron
los que empezaron a lamentar su perdida. Recuerdo un conmovedor artículo de
Eduardo Lago sobre el escritor.
Más de un amigo me comentaba que acababa
de nacer una leyenda. Y sí, Foster Wallace se había convertido en una leyenda,
pero una leyenda peculiar, ya que a diferencia de otras poéticas –como las de
Bolaño y Carver, de alguna manera asimilables y no tan crípticas — la suya
resultaba soberanamente complicada. La poética de Wallace se nutría de una
sobreinformación temática con el suficiente poder de aturdir al lector más
entrenado. Añadamos que su propuesta narrativa (digamos “barroca posmo”) se
apoyaba en canales discursivos que descansaban en clásicas y contemporáneas
fuentes del pensamiento filosófico. Es decir: nuestro autor jamás escribió
pensando en el lector medio. Lo suyo no era el facilismo de, por ejemplo, Bret
Easton Ellis (a quien, por cierto, no dejó de tratar como a un imbécil, como
podemos leer en Conversaciones con David
Foster Wallace).
Es por eso que sorprende su leyenda. Un
autor que puede parecer exclusivo para lectoescritores pero que goza de una
creciente fanaticada que no duda en rendirse ante él sin necesidad de leerlo.
Para leerlo, solo hace falta una mayor dosis de voluntad. Al principio será
difícil, pero ni bien agarres ritmo, serás un espectador que en la experiencia
de sus palabras verá una radiografía de nuestro mundo, el de hoy, tan entregado
a la frivolidad y al consumo; una foto implacable por cuenta de su mirada
privilegiada y entrenada.
Días después de su suicidio, me las
ingenié para conseguir el dinero y así comprar La broma infinita en El Virrey pero, cuando pregunté por él, otro
ya se lo había llevado. Otro que no dudó en desembolsar casi 200 soles. Ese
ejemplar no guardaba relación alguna con los que vemos ahora, en formatos de
bolsillo y tapa blanda. Podría decir que el lomo de aquella Broma era de tela y sus hojas más
gruesas. Para leerla esperé más de lo deseable y lo hice en un incómodo formato
de bolsillo.
Para acceder al universo de un gran
escritor, necesitamos hacerlo por la puerta precisa, y esa puerta, en el caso
de Foster Wallace, es La broma infinita. No solo es un ejemplo de proeza
verbal, sino también en el ámbito del pensamiento. Uno acaba sintiéndose otra
persona, alguien que ha invertido bien su tiempo en una novela que exige mucho
y no defrauda nada. Fue después de esta lectura que me puse a pensar en la
depresión del autor. Al respecto, me informé todo lo que pude, leí y escuché
cada una de sus entrevistas, me sumergí en todo lo que se escribía de él.
Podríamos especular sobre la fuerza
motriz de su propuesta, que no solo descansa en su inmenso talento y
privilegiada inteligencia. Basta ver su minuciosidad en el detalle, su obsesiva
inmersión en la información, su propensión a hacer las cosas difíciles, pero no
complicadas, para el lector, como para tener sospechas razonables de la lucha
de Foster Wallace contra la depresión, que en más de una ocasión lo llevó a
intentar matarse y que a la vez combatió siendo el mejor, el más
perfeccionista. Si hacemos un breve repaso de su biografía, constataremos que
no dejó de destacar en todas las actividades que realizó. El mejor deportista.
El mejor alumno. El mejor escritor. Las pastillas le ayudaron a tener las cosas
en orden, lo suficiente como para dedicarse de lleno a la literatura, porque
fue en la literatura donde sabía que podía desplegar y repotenciar sus recursos
intelectuales y creativos, cosa que solo logró a medias en la filosofía y en
las matemáticas. La literatura le significó la libertad del encorsetamiento del
pensamiento filosófico, de la visión cartesiana de la vida, tal y como podemos
constatar en su primera novela, La escoba
del sistema, que lo presentó en sociedad como una de las más grandes
promesas de la entonces reciente narrativa de su país.
Hoy nos encontramos con dos nuevos
libros, sobre y de Foster Wallace: la biografía Todas las historias de amor son
historias de fantasmas, del periodista DT Max; y el conjunto de textos
dispersos En cuerpo y en lo otro. La gran literatura sobrevive a sus autores.
Muchas veces la imagen del hacedor sirve de acicate a los potenciales
interesados en una determinada obra. En el caso de Foster Wallace, resulta
imposible obviar esta asociación. Cuando vemos su imagen, podemos barajar la
idea de que estamos ante un deportista o un cazador de tigres, no un escritor.
Lo último que quiso fue caer en la frivolidad de la impostura, tan recurrente.
Impostura que no es más que el signo del malestar y desazón de la sociedad que
retrató y parodió. Si esa imagen de antiescritor ayuda a que lo podamos leer y
así acceder a una obra como la suya, claroscura, que remueve y retuerce, pues
bienvenida esa imagen de antiescritor.
Texto publicado en el octavo número de
la revista Buensalvaje.
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