Aceitunas y libros
Llevaba casi un año buscando Manual de Literatura para caníbales de
Rafael Reig.
Tenía muy buenas referencias de esta
publicación y, como es de suponer, mis ganas por leerla fueron acrecentándose.
Sin embargo, pronto empecé a darme cuenta de que ningún librero de Lima sabía
de su existencia, y para colmo de males, averigüé que ya estaba descatalogado
de su editorial. Pese a ello, decidí seguir. Busqué entonces en las webs de
algunas librerías latinoamericanas, pero en todas o el libro estaba agotado o
nunca había llegado a ellas. Las cosas empeoraron cuando ni siquiera la pude
conseguir en Metales Pesados, aprovechando un viaje que hice a Santiago el año
pasado. Si no lo puedo encontrar en Metales pesados, pensé, imposible en otro
lugar. Lo que me sorprendía: no se trataba de un título caleta.
Opté por no afanarme. Total, el libro
llegaría a mis manos en su tiempo, no en el mío. Mientras tanto leía todos los
títulos que tenía pendientes y mis búsquedas se centraban en otros que tenía
tasados y seguía la ruta.
Pasaron meses, quizá un año.
Y seguía en lo mío, es decir,
escribiendo y escuchando rock setentero en la librería, lugar de donde salen
todos mis textos que pueden leerse en la red.
De entre los amigos/lectores que vienen
a Selecta Librería, hay uno llamado Stevie Sánchez, uno de los lectores más voraces
que conozco. Un día Stevie vino a buscarme y, aprovechando que estaba solo, me
preguntó si le podía acompañar con un par de pomos en el Don Lucho. Como era viernes e iba por mi segunda
semana sin alcohol, cerré la librería y fui a darle el encuentro en el bar.
Ni bien nos trajeron las Cusqueñas
heladas, y sin mediar preámbulo, Stevie me contó que hacía una semana se había
agarrado a trompadas con un joven editor de poesía peruana. Por lo que me
relataba, deduje que en la contienda no hubo ganador, pero sí un par de
abollados. Según él, se trató de una pelea de gladiadores, pelea en la que “pude
morir”. En un momento de la gresca, Stevie se encontró rodeado por el editor y
dos de sus poetas publicados, que lo estaban moliendo a patadas y botellazos.
“Así como te cuento, en este preciso lugar”, señalándome el espacio que ocupaba
mi silla. “Me estaban sacando la rechucha, hermano”. Simplemente escuchaba y,
al igual que hago con todos los amantes de los tragos, le demostraba mi interés
por la historia. “Pero sabes, G, apareció mi pata El Buda, El Buda, pes, que se
metió a la bronca y a punta de puñete despejó a los chuchas”.
No era la primera vez que Stevie me
hablaba de su pata El Buda, pero ahora lo hacía como si fuera un héroe. Por
Stevie sabía que El Buda era un muy buen lector y que tenía muchísimo dinero.
Esa noche me propuse indagar un poco más
sobre este personaje. “El Buda, G, puta, mi pata, se caga en plata, compadre, y
lo que me vacila de mi hermano es que invierte en libros. Tiene una biblioteca
de la reputa. Al año viaja a Europa y Buenos Aires un culo de veces y se trae sus
buenos libros. Ese es mi pata El Buda. Mira, G, el Buda tiene una cuenta en
Facebook, pero esa cuenta es para elegidos, cualquiera no puede ser su
contacto, allí vende sus libros al mismo precio que le costaron. Ponte que el
huevón se traiga huevadas de Michon, pues de cada título trae dos ejemplares.
Eso es compartir, carajo.”
*
El Don Lucho empezaba a llenarse. Además
tenía hambre y le pregunté a Stevie si me podía acompañar al Barrio Chino.
Stevie asintió.
Nos disponíamos a salir del bar, pero
Stevie de la nada, a lo mejor movido por un resorte interior, saludó
efusivamente a un patita que, para mi buena suerte, resultó ser El Buda.
Efectivamente, El Buda era un buda. Un tipo macetón, bajo, de rostro ovalado y ojos
rasgados. Pues bien, lo que llamó mi atención fue su olor, olor a mar y
perfume, pero en proceso de descomposición.
A simple vista, El Buda no estaba sucio.
Luego de los arrumacos de rigor, El Buda
propuso que fuéramos a La Carcochita de Lince.
No era una mala idea. Y hacia La
Carcochita nos dirijimos.
Mientras íbamos en el taxi, El Buda me
miraba con recelo, pero esa desconfianza desapareció, pues vio que era merecedor
de la confianza de su mejor amigo.
Ya sea en el taxi, como en la misma
Carcochita, no hicimos otra cosa que hablar de libros y autores. El Buda sabía de
lo que hablaba y, para probarlo, le hacía preguntas precisas, las cuales respondía
con certeza.
Regresé a mi casa a la una de la
madrugada y me quedé leyendo hasta las cuatro.
Horas después, ya desayunado, veo en mi
Facebook una solicitud de amistad del Buda.
¿Quién más podía responder a la cuenta
de Libros del Buda? Revisé al vuelo
los títulos que ofrecía.
Stevie tenía razón. Sus libros no eran
para el lector común. A saber, ¿a quién en su sano juicio se le ocurriría leer
la recopilación de ensayos literarios de Robert Bly?
*
Horas después, en Selecta, me conecté a
Internet y me puse a revisar el Facebook de Libros del Buda.
En una hoja apuntaba lo que me
interesaba.
Llamé a Stevie y le pregunté por el
próximo viaje de su pata.
“El Buda se va a Barcelona la próxima
semana, si quieres, pídele nomás, el hombre recorre todas las librerías,
huaquea rico y si no encuentra, le compra a sus patas los libros de sus
bibliotecas personales. El Buda es un chacal”.
Le pedí el celular del Buda, de paso le
mandé un Inbox con una lista de cuatro títulos, entre los que figuraba Manual de Literatura para caníbales. Pero
el Buda no contestó mi Inbox y las llamadas a su cel morían en la voz de la contestadora.
Llamé a Stevie y le dije que no lo podía
ubicar.
“G, El Buda se desconecta de todo cuando
está por viajar, hasta cierra su cuenta de Face”.
Efectivamente, actualicé la cuenta y el
Buda había cerrado su cuenta. “Pero búscalo en su chamba y le das tu lista”.
Curioso. La dirección del Buda no estaba
del todo lejos de mi casa.
Luego de un par de minutos de análisis
de la situación, cerré la librería y tomé un taxi a Isabel La Católica, en La
Victoria. En realidad, a la primera cuadra de la avenida, es decir, a no más de
dos cuadras de La Parada.
*
Me bajé en el Parque Cánepa y caminé a
la dirección indicada.
Cuando llegué y vi a un grupo de hombres
formando un círculo, estaban en silencio y concentrados en las órdenes que
recibían. El patrón, a quien los hombres doblaban en tamaño, era pues El Buda.
Por lo que involuntariamente escuchaba, la cosa era seria. “Hay que ser
huevones para que nos hayan robado un camioneta, desahuévense mierdas, nos
quieren cagar”. El Buda miraba al pata que se suponía era el mandamás de los
choferes y cargadores. “Oe, imbécil, si te quieren robar el camión, mete balazo
pes, hacemos las entregas y listo”.
Los hombres rompieron el círculo.
El Buda me vio.
“Hola, G, ¿cómo estás, bro? ¿Stevie te
dijo que aquí me podías encontrar? Los causas de Stevie son mis patas. Espera
un toque”.
El Buda entró a su local.
Y yo entré por mi cuenta, sin que me lo
pidiera.
Me encontraba en una suerte de hangar, gigantesco,
lleno de barriles de plástico de color azul oscuro. Al fondo, una puerta de
metal que, para mi buena suerte, estaba siendo abierta por una señora. Me
acerqué a la puerta de metal y entonces pude ver a más de cincuenta mujeres trabajando
en largas mesas, seleccionando granos oscuros. Todas usaban guantes y gorritas
del mismo modelo y color. Quise ver de cerca y caminé hacia donde ellas
trabajaban. No se percataron de mi presencia. Yo no existía para ellas. En la
pared del fondo había otra puerta de metal. Puerta de metal abierta que no
estaba cerrada. Abrí más esa puerta y no tardé en deducir que las cincuenta
mujeres que acababa de ver eran solo una tercera parte de todas las mujeres que
seleccionaban aceitunas, aceitunas que depositaban en los barriles de plástico
de color azul oscuro.
El Buda me llama alzando la voz.
“G”
“G”
“G”
Levanté la mirada y él estaba en el
corredor del segundo piso de su inmenso local.
Le doy el encuentro y me invita a pasar
a su oficina.
Su oficina era sencilla, con un televisor
plasma empotrado, un teléfono fijo, un escritorio, una computadora y una
refrigeradora mediana, de la que sacó un par de Pilsen en lata.
El Buda abrió su lata y me miraba, por
un instante pensé que no tenía ojos, era más achinado a la luz natural de lo
que le recordaba.
Detrás de él, su pared estaba cubierta
por posters de vedettes y modelos peruanas.
Me quedé algunos segundos viendo los
posters.
El Buda volteó para contemplarlas.
“¿G, ves a esa?”
Ajá.
“Ella es mi mujer. La otra también.
Todas han pasado por mis armas”.
No dije nada al respecto. Hice lo que
había venido a hacer. Puse sobre el escritorio mi lista de libros.
Cogió la hoja y leyó los títulos.
Se quedó varios segundos viendo lo que
quería que me trajera de Barcelona.
Sus ojos se achinaron más y por un
instante creí que estaba durmiendo.
“Mira. Ahora estoy en un asunto jodido,
pero algo podemos hacer. Es probable que tenga algunos de estos libritos en mi
casa”.
Me alcanzó una tarjeta.
“Llámame más tarde a este número y te
doy mis señas. Ahora tienes que irte. Unos chuchas de la competencia me están
atrasando y no puedo irme sin dejar el negocio en orden. ¿Stevie te contó a lo
que me dedico, no?”.
No regresé a la librería, sino que fui a
mi casa.
*
Dormí hasta las ocho de la noche. Tomé
una ducha para desperezarme y marqué al número de la tarjeta. Era una
numeración de teléfono fijo. Me contestó una mujer cuya voz era jadeante y
sexual. “Sí, amor. Espera un toquecito, papacito”.
A los dos minutos El Buda se pone al
teléfono y me da la dirección de una discoteca en San Borja, también un número
de celular.
“Te recomiendo que vayas. Mañana me voy
y no regreso en un mes”.
*
Llegué puntual.
El Buda apareció diez minutos después en
una camioneta.
Subí.
Aceitunas.
La camioneta, El Buda y el chofer olían
a aceitunas.
“Pasamos de la disco, tengo un plancito
con una ecuatoriana que me la aprieta bien rico”.
La camioneta iba a alta velocidad. Del
equipo de sonido un estridente hip hop. Para hablar, se debía gritar.
Le dije al chofer que bajara la ventana.
El olor a aceituna era no menos que insoportable. Un olor que llegaba desde la
misma piel del Buda, un olor que llegaba desde las moléculas más insignificantes
del vehículo.
Bajamos por Javier Prado hasta Pettit
Thouars. Volteamos en dirección a Canevaro, en donde colegí estaría la ecuatoriana
esperando a su alimentado galán.
Pero mis esfuerzos por contener en la garganta
la espesura del vómito comenzaban a ser insuficientes. Cerré los ojos y me
prometía que nunca más volvería a comer aceitunas. Ese olor me estaba
enfermando el alma.
Respiraba hondo y lo peor que me podía
pasar era que vomitara en los asientos de la camioneta.
“¿Te pasa algo, bro? Te computo pálido”.
Necesito respirar, lo necesitaba, pero
no dije nada hasta que el Buda ordenó detener la camioneta.
Bajé y corrí hacia un tacho de basura. Los
residuos del almuerzo no demoraron en estrellarse en los bordes de un tacho
metálico de color verde.
Vomité cerca de un minuto.
Me puse de pie.
“Lo sé, bro, lo sé, apesto, pero hay
gente más apestosa que yo. Soy distribuidor y exportador de mis aceitunas. Así
me gano la vida y así, apestando a podrido, tengo la vida que quiero tener. No
me interesa ser un hombre de cultura, no soy un hombre de letras, solo soy un
puto lector”.
El chofer me alcanzó una botella de agua
mineral. La abrí y me remojé la cara.
Ambos me miraban.
“Bro”, la voz del Buda, ahora meliflua y
paciente, me transmitía paz. “Pensaba llevarte donde mi hembrita. Fácil ella
llamaba a una de sus amigas para ti, si vieras esos culitos que parecen corazoncitos,
pero mejor lo dejamos aquí”.
El Buda le hace una seña a su chofer,
que se dirige a la maletera de la camioneta, de donde saca una bolsa negra.
“Esto es lo que tenía en mi biblioteca.
Cuando regrese me pagas. ¿Está bien que te deje aquí o quieres que te llevemos
a tu jato?”
Preferí quedarme.
Prefería morir en la calle.
Me despedí del Buda.
La camioneta desapareció.
Abrí la bolsa y vi los libros.
La biografía de Panero.
Los
colores de la infamia de Cossery.
Incendios
de Ford.
Llámalo
sueño de Roth.
Y Manual
de Literatura para caníbales.
Buscas tanto uno o varios libros. Pero
el que más buscabas languidece ante los otros que también venías meses y años
buscando. El libro de Reig no era más que producto y capricho de tu
literatosis.
Al fin lo tenía. Lo tenías.
El viento se estrellaba en mi cara.
Iba a parar un taxi, pero antes debía
deshacerme de la bolsa negra. Llevaría los libros en la mano.
Hasta la bolsa, que no era nueva, no era
libre de despedir un fortísimo olor a aceituna.
...
Texto publicado en el sexto número de la revista Altazor.
8 Comentarios:
Esta mierda es ilegible, ten más respeto por tus lectores y no te la des de pendejo, que tú sabes que con la cacería mancaste.
si tú lo dices, verdad ha de ser
:)
G
No hagas caso, hermano, la crónica está muy buena. Congrats!!!
narrativamente me vienen matando desde hace años, pero a la hora de los loros...
G
Cuando no encuentres un libro que buscas, no descartes como ultima medida ver (no se por que medio)''La gran pulperia del libro'',en Caracas. Suelen tener lo inencontrable, nuevos y de 'second hand'
caracas... y eso que el año pasado estuve a nada de ir a esa ciudad... gracias por el dato
G
Gabriel, cuándo te mandas de nuevo con una nota sobre el fantástico peruano, como lo tienes prometido. Hay muchos "psicópatas" que ya se están preparando para degollarte el día menos pensando, mientras estés achicando bomba en el baño de Don Lucho. Hablamos.
Jorge
jajaja
verdad, me había olvidado de ese tema.
G
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