miércoles, marzo 04, 2015

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Ayer en la tarde caminábamos por las calles del centro. Luchábamos contra el calor, buscando la sombra. Llegó un momento en el que no podía más y lo único que deseaba era darme un clavado en esa poza de Pozuzo, poza de casi tres metros de profundidad. Mis terribles sospechas se van haciendo realidad: al parecer este será el peor verano en años. Sin duda, voy a tener que adaptarme, seré un perdido animal tropical en esta ciudad gris y húmeda.
Con la cabeza caliente y el deseo de la llegada de los frescos vientos de la tarde-noche, más de un pensamiento invadía mi mente y mis recuerdos. A lo mejor estos pensamientos tenían que ver con los manuscritos de cuentarios y novelas que vengo leyendo en los últimos días. Uno de ellos pertenecía a un escritor relativamente mayor, y, claro, relativamente reconocido en nuestro medio. Llamó mi atención un detalle: el texto estaba escrito a máquina. Y por más extraño que suene, no leía en mucho tiempo textos a máquina. Este escritor es pues un sudamericano pariente literario de Paul Auster y Javier Marías, que bien sabemos, se resisten a usar computadora. En lo personal no tengo conocimiento de alguien que hoy por hoy escriba en máquina de escribir.
Pensé en el ritmo de la escritura, en nada deudora de la velocidad escritural que depara una computadora. El medio no es más que un factor secundario, uno que lo podemos metamorfosear. El ritmo lo tiene cada escritor, un ritmo que metaforiza la ansiedad y la urgencia que demanda el acto de escribir. Por eso, a veces me sorprendo de escritores, jóvenes y no tan jóvenes, cuando me dicen que no pueden escribir porque necesitan de una computadora, una portátil, nuevas. Miremos nomás a Marías, uno de los más prolíficos que no sé cuántas Olympia Carrera de Luxe ha maltratado para el beneplácito de sus lectores.

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