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Ayer en la tarde caminábamos por las calles del centro. Luchábamos contra el calor, buscando la
sombra. Llegó un momento en el que no podía más y lo único que deseaba era
darme un clavado en esa poza de Pozuzo, poza de casi tres metros de
profundidad. Mis terribles sospechas se van haciendo realidad: al parecer este
será el peor verano en años. Sin duda, voy a tener que adaptarme, seré un
perdido animal tropical en esta ciudad gris y húmeda.
Con la cabeza caliente y el deseo de la
llegada de los frescos vientos de la tarde-noche, más de un pensamiento invadía
mi mente y mis recuerdos. A lo mejor estos pensamientos tenían que ver con los
manuscritos de cuentarios y novelas que vengo leyendo en los últimos días. Uno
de ellos pertenecía a un escritor relativamente mayor, y, claro, relativamente
reconocido en nuestro medio. Llamó mi atención un detalle: el texto estaba
escrito a máquina. Y por más extraño que suene, no leía en mucho tiempo textos
a máquina. Este escritor es pues un sudamericano pariente literario de Paul
Auster y Javier Marías, que bien sabemos, se resisten a usar computadora. En lo
personal no tengo conocimiento de alguien que hoy por hoy escriba en máquina de
escribir.
Pensé en el ritmo de la escritura, en
nada deudora de la velocidad escritural que depara una computadora. El medio no
es más que un factor secundario, uno que lo podemos metamorfosear. El ritmo lo
tiene cada escritor, un ritmo que metaforiza la ansiedad y la urgencia que
demanda el acto de escribir. Por eso, a veces me sorprendo de escritores, jóvenes
y no tan jóvenes, cuando me dicen que no pueden escribir porque necesitan de
una computadora, una portátil, nuevas. Miremos nomás a Marías, uno de los más
prolíficos que no sé cuántas Olympia Carrera de Luxe ha maltratado para el
beneplácito de sus lectores.
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