martes, marzo 03, 2015

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Me levanto temprano y me pongo a leer los diarios. De paso, escribo algunos mails, en los que hablo de mi disponibilidad de tiempo, de lo ocupado que me encuentro en estos días, pero siempre con la disponibilidad de poder hablar, aunque claro, cuando me refiero a la disponibilidad para hablar, no me suscribo al hablar con los amigos de las siempre saludables banalidades de la vida, sino a esas conversas que tienen que ver con proyectos, en los que uno tiene que estudiar propuestas, avanzar y ceder, siguiendo pues las enseñanzas de mi padre, que siempre dice que en cuestión de negocios, a veces negocios literarios, uno tiene que retroceder dos pasos para luego avanzar cuatro o, en el mejor de los casos, cinco.
En lo que a mí respecta, tengo las cosas claras. Así es que sigo en lo que me interesa, que no es otra cosa que buscar el momento idóneo para dormir de corrido las catorce horas que necesito para que el cuerpo vuelva a funcionarme de la manera que necesito que funcione. Pero aparte de dormir, se me hace necesaria una desconexión con el mundo, dándome una tregua para no contaminarme de estupidez. La culpa son de las noticias, incluyamos también la inevitable conversa de la gente que pasa a tu lado, sea en la calle o el Metropolitano, casi siempre por chibolos universitarios que a las justas han leído quince libros en la vida, hablando de las últimas novedades de los programas televisivos, o recibiendo llamadas de poetas y escritores que me saludan cariñosamente para luego preguntarme cuándo reseñaré sus libros y que cuelgan sin más cuando les digo que en estos días no pienso reseñar ningún libro, puesto que ante todo quiero limpiar mi mente, vaciarla del inevitable mal gusto que se apodera de ella. La prioridad es mi salud mental, después vienen los libros.
Me encuentro caminando por el Jirón Contumazá. Este jirón me trae algunos recuerdos, peligrosos pero también gratos. Me remontan a los años en los que estudiaba en el ICPNA de Emancipación. Entraba a clases a las cinco y treinta de la tarde y salía a las ocho de la noche. Los viernes, en especial, con un grupo de amigos nos íbamos a jugar tacos. Este billar quedaba al lado del Banco de la Nación, el mismo que años después Montesinos mandara a minar y derrumbar durante la Marcha de los Cuatro Suyos, gracia que le costó la vida a sus tres vigilantes que no sabían de la artimaña del SIN.
Lo que me gustaba era el trayecto. Encontrabas toda clase de personajes, como también ladrones, putas y traficantes callejeros de drogas, y también el verdadero rostro del país: niños abandonados con sus bolsas de terokal.
Uno pensaba que Lima no iba a cambiar, pero de alguna manera cambió. Pero el tiempo ha demostrado que no ha habido el suficiente empuje. Ha vuelto la escoria. Ahora esas cuadras de Contumazá lucen empedradas, puesto que la idea era hacer de ellas un espacio para cafés, bares y pequeños centros culturales. De día es bonito recorrer Contumazá, aunque de noche no, a menos que sepas moverte por el centro.

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