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Me levanto temprano y me pongo a leer
los diarios. De paso, escribo algunos mails, en los que hablo de mi
disponibilidad de tiempo, de lo ocupado que me encuentro en estos días, pero
siempre con la disponibilidad de poder hablar, aunque claro, cuando me refiero
a la disponibilidad para hablar, no me suscribo al hablar con los amigos de las
siempre saludables banalidades de la vida, sino a esas conversas que tienen que
ver con proyectos, en los que uno tiene que estudiar propuestas, avanzar y
ceder, siguiendo pues las enseñanzas de mi padre, que siempre dice que en
cuestión de negocios, a veces negocios literarios, uno tiene que retroceder dos
pasos para luego avanzar cuatro o, en el mejor de los casos, cinco.
En lo que a mí respecta, tengo las cosas
claras. Así es que sigo en lo que me interesa, que no es otra cosa que buscar
el momento idóneo para dormir de corrido las catorce horas que necesito para
que el cuerpo vuelva a funcionarme de la manera que necesito que funcione. Pero
aparte de dormir, se me hace necesaria una desconexión con el mundo, dándome
una tregua para no contaminarme de estupidez. La culpa son de las noticias,
incluyamos también la inevitable conversa de la gente que pasa a tu lado, sea
en la calle o el Metropolitano, casi siempre por chibolos universitarios que a
las justas han leído quince libros en la vida, hablando de las últimas
novedades de los programas televisivos, o recibiendo llamadas de poetas y
escritores que me saludan cariñosamente para luego preguntarme cuándo reseñaré
sus libros y que cuelgan sin más cuando les digo que en estos días no pienso
reseñar ningún libro, puesto que ante todo quiero limpiar mi mente, vaciarla
del inevitable mal gusto que se apodera de ella. La prioridad es mi salud
mental, después vienen los libros.
Me encuentro caminando por el Jirón
Contumazá. Este jirón me trae algunos recuerdos, peligrosos pero también
gratos. Me remontan a los años en los que estudiaba en el ICPNA de
Emancipación. Entraba a clases a las cinco y treinta de la tarde y salía a las
ocho de la noche. Los viernes, en especial, con un grupo de amigos nos íbamos a
jugar tacos. Este billar quedaba al lado del Banco de la Nación, el mismo que
años después Montesinos mandara a minar y derrumbar durante la Marcha de los
Cuatro Suyos, gracia que le costó la vida a sus tres vigilantes que no sabían
de la artimaña del SIN.
Lo que me gustaba era el trayecto.
Encontrabas toda clase de personajes, como también ladrones, putas y
traficantes callejeros de drogas, y también el verdadero rostro del país: niños
abandonados con sus bolsas de terokal.
Uno pensaba que Lima no iba a cambiar,
pero de alguna manera cambió. Pero el tiempo ha demostrado que no ha habido el
suficiente empuje. Ha vuelto la escoria. Ahora esas cuadras de Contumazá lucen
empedradas, puesto que la idea era hacer de ellas un espacio para cafés, bares y
pequeños centros culturales. De día es bonito recorrer Contumazá, aunque de
noche no, a menos que sepas moverte por el centro.
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