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Salí de la librería y me puse a caminar
por ciertas calles circundantes a Quilca.
Caminaba despacio, fumando, en dirección
desconocida, aparentemente desconocida, porque conozco el Centro Histórico como
si fuera la palma de mi mano. Tenía suficientes cigarros, cosa que así evitaba
la angustia de no tener que fumar. Es que es así: me alejo de las adicciones
teniéndolas cerca, mientras más a la mano, no siento la necesidad de echar mano
de ellas, porque la ansiedad la puedo controlar.
*
Hace algunas noches también caminaba por
estas mismas calles, mi idea era cruzar la Plaza San Martín y dirigirme a un
bar que más de uno me viene hablando. La mejor manera de conocer los bares,
como quien va al vuelo, es hacerlo solo, como estudiando el terreno, viendo con
calma los tragos de la carta, sin ese apuro de pedir como si conocieras los
tragos y sus precios. Varias puntas me habían hablado de Olvídate Bar, me
decían que era muy bueno, que a ciertas horas de la noche, horas avanzadas de
la noche, podía apreciarse el reflejo dorado de los postes que rebotaban dentro
del bar desde los adoquines de la calle. Me llamaba la atención el bar, con
mayor razón ahora que Pamela, días antes, me había dicho que se trataba de un
lugar simpático, pero hipster.
Pamela conoce mejor que yo estas calles
y siempre le hago caso, o tomo en cuenta su opinión, en especial cuando me
habla precisamente de esos lugares que a uno le mencionan con relativa
frecuencia. Me dirigía al bar, cruzando la Plaza San Martín, siendo testigo de
los personajes que pueblan la plaza, desde poetas proletarios hasta un pelotón
de tracas que te llaman silbándote; escuchando las arengas políticas de los
eternos opinantes políticos de izquierda periclitada que sueñan con la
revolución armada, observando a los turistas que quieren tomarle una fotografía
a la llamita colada en el monumento al libertador. Caminaba pues, caminaba
despreocupado y pese a que en varias horas no sentía la tembladera, el ser
testigo de lo que ocurre y podría ocurrir mientras terminaba de cruzar la
plaza, hizo que buscara en mi mochila la cajetilla de cigarros; palpé los
bolsillos y no encontré ni una sola cajetilla, ni un cigarro mezclado entre los
lapiceros, nada, absolutamente nada de tabaco.
Se me venía una pesadilla. Creí lo que
me decía Pamela y no me interesó conocer el bar, mucho menos estudiarlo al
vuelo. Cambié de rumbo hacia Ica, en donde se ubica una tienda que nunca me
falla, sea la hora que sea en la noche. Compré una cajetilla, salí de la tienda
y paré a un taxi para ir a mi casa. Y una vez en mi casa, hice lo que tenía que
hacer, sin necesidad de tener que fumar, alargando lo más que podía ese gusto
erótico de no querer fumar, tentado solo por la costumbre, costumbre que a
veces gana, pero que ya está aprendiendo a perder.
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