jueves, septiembre 25, 2014

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No tengo la más mínima duda sobre la fuerza y vigencia de la tradición narrativa norteamericana. Y no pecaríamos de exagerados si la catalogamos como la que más ha contribuido en los alcances de la novela y en la geografía estructural y temática del cuento. Basta echar una mirada a sus voces más destacadas de las últimas décadas para saber de su fuerza radiactiva, hacedora de lectores y escritores. Por esta razón, cada vez que se me presentan esos discursos sobre la crisis de la novela, me pongo a repasar la tradición novelística gringa, cosa que me zafo de las mentiras; lo mismo ocurre cuando se habla del magisterio de la relojería del cuento, de sus leyes inalterables. Para ello me basta con sumergirme en las páginas de The Paris Review y The New Yorker, para cerciorarme, una vez más, de que el cuento desde hace rato dejó de ser relojería. 
Si hablamos de la última camada de narradores norteamericanos, una camada que, dicho sea, ya ha pasado la base cuatro, es decir, conformada por narradores maduros y con mundos propios definidos, camada capitaneada desde el más allá por David Foster Wallace, pues estaríamos hablando de una férrea generación del relevo, generación que nos permite no extrañar tanto a Philip Roth, Thomas Pynchon, Cormac McCarthy, Don DeLillo, E. L. Doctorow, Denis Johnson, John Irving, William Gaddis, James Salter, Joyce Carol Oates y no pocos más. Más de un integrante de esta generación ha entregado libros que muy bien podrían definir el futuro inmediato de la novelística y cuentística en el mundo entero, y algunos ya se erigen como referentes ineludibles. Pensemos en Jonathan Lethem, Michael Chabon, Dave Eggers, Jeffrey Eugenides y Jonathan Franzen, por citar a los más conocidos. 
Pues bien, en el imprescindible Conversaciones con David Foster Wallace, tenemos más de una pista que nos lleva a uno de los narradores más dotados de los Wonder Boys. En más de un tramo, el autor de La broma infinita se arrodilla de admiración ante William T. Vollmann. Y razón no le faltaba, porque Vollmann era el alma gemela del autor suicida, quizá su hermano literario en cuanto a poética. Basta ver las propuestas de ambos autores para saber que compartían más de un lazo en común, que no se suscribía a las cuestiones formales ni a los senderos temáticos, sino a la actitud para con su tradición. Mientras Foster Wallace iba hacia adelante, tensando hasta el límite el lenguaje narrativo, Vollmann iba hacia atrás, a lo mejor para caminar sobre seguro en los registros clásicos de la narración. Pero esta intención era solo una apariencia que le permitía retroceder para luego avanzar, es decir, situarse todavía más a la vanguardia que Foster Wallace. 
Vollmann exhibe una rica obra narrativa, de la que destacan las novelas Para Gloria, Historias del mariposa y la monumental Europa Central. Quienes las han leído tienen todo el derecho de pensar que han leído al mejor narrador norteamericano de la actualidad. Pues bien, su envidiable talento narrativo, su privilegiada inteligencia y su acuciosa mirada se manifiestan como nunca en los trece relatos de Historias del arcoíris, título al que haríamos bien en calificar de deslumbrante obra maestra. Encontramos pues a un Vollman brindando cátedra, que nos entrega una galería de personajes marginales (skinheads, drogadictos, asesinos y prostitutas), destruidos por la violencia doméstica y callejera, que caminan sin rumbo por las calles de Tenderloin, peligroso barrio de San Francisco, en donde sobrevivir no es una opción, sino el destino mismo. Ahora, Vollmann los trata con respeto, cariño y rudeza. Su narrador omnisciente, y presente como personaje distante en cada uno de los relatos, hace gala de una mirada descriptiva, condimentada con un humor ácido y un oscuro aliento narrativo, por no decir tétrico, que nos conduce a las puertas de un infierno personal y colectivo, no para ser parte de ese infierno, sino para comprometernos con esos personajes que muy bien podría ser cualquiera de nosotros. O sea, Vollmann no solo nos ha brindado una diabólica experiencia literaria, sino también un cuestionamiento a nuestra indiferencia hacia los males que afectan al prójimo. A diferencia de sus novelas, en estos relatos accedemos a un nivel superior de conocimiento y compromiso que va más allá del goce de la calidad literaria, ingresando pues a una estancia moral, algo que contadísimos libros son capaces de lograr. 

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Publicado en Buensalvaje # 13

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