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Puedo entender la cinefilia en muchas de
sus variantes, variantes que no solo se ajustan a la apreciación de la
película, sino también, por ejemplo, a su contexto y lugar donde la ves.
A mediados de los años noventa empecé a
ver cine de manera seria, y ahora que escribo estas líneas, trato de recordar
cómo fue que empecé a hacerlo, no doy con la película que encendió esta pasión.
Para un cinéfilo, el asunto podría resumirse así, sin importar que suene a
posería, pero qué le vamos hacer, puesto que me resulta imposible no asumir la
vida sin el cine, casi lo mismo podría decir de la vida por medio de la
lectura.
Como decía, comencé a ver cine y vi
muchas películas en los cineclubes del Centro Histórico. Aunque como cineclub
solo podría llamar al del BCR, cuyo local cumplía con lo que podemos esperar de
una sala de cine. Las proyecciones comenzaban a las 4 de la tarde y uno tenía
que hacer su cola desde un par de horas antes. Las primeras veces entraba a las
justas, y en más de una ocasión no llegaba a entrar. Por eso, la idea era
llegar temprano y esperar el ingreso leyendo y viendo a la gente pasar y pasar.
Lo que pervive en mí de esas tardes-noches
era cuando salías de la sala y te enfrentabas drogado a la realidad, drogado de
cine, sin importar si la película que habías visto había sido buena o mala. La
realidad del centro en esos años podía ser no menos que mágica en sus
contrastes, te topabas con una exacerbada gama de personas apuradas, quietas,
pacíficas, cuerdas y locas.
No me había puesto a pensar en esta
impresión, pero esta impresión me sorprende esta mañana ni bien escucho a mi
amigo El Caminante, que ayer martes fue a ver Come and See de Elem Klimov en el local del partido MAS, que hasta
hace un tiempo fue el centro de operaciones de Patria Roja.
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