miércoles, septiembre 24, 2014

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Puedo entender la cinefilia en muchas de sus variantes, variantes que no solo se ajustan a la apreciación de la película, sino también, por ejemplo, a su contexto y lugar donde la ves. 
A mediados de los años noventa empecé a ver cine de manera seria, y ahora que escribo estas líneas, trato de recordar cómo fue que empecé a hacerlo, no doy con la película que encendió esta pasión. Para un cinéfilo, el asunto podría resumirse así, sin importar que suene a posería, pero qué le vamos hacer, puesto que me resulta imposible no asumir la vida sin el cine, casi lo mismo podría decir de la vida por medio de la lectura. 
Como decía, comencé a ver cine y vi muchas películas en los cineclubes del Centro Histórico. Aunque como cineclub solo podría llamar al del BCR, cuyo local cumplía con lo que podemos esperar de una sala de cine. Las proyecciones comenzaban a las 4 de la tarde y uno tenía que hacer su cola desde un par de horas antes. Las primeras veces entraba a las justas, y en más de una ocasión no llegaba a entrar. Por eso, la idea era llegar temprano y esperar el ingreso leyendo y viendo a la gente pasar y pasar. 
Lo que pervive en mí de esas tardes-noches era cuando salías de la sala y te enfrentabas drogado a la realidad, drogado de cine, sin importar si la película que habías visto había sido buena o mala. La realidad del centro en esos años podía ser no menos que mágica en sus contrastes, te topabas con una exacerbada gama de personas apuradas, quietas, pacíficas, cuerdas y locas. 
No me había puesto a pensar en esta impresión, pero esta impresión me sorprende esta mañana ni bien escucho a mi amigo El Caminante, que ayer martes fue a ver Come and See de Elem Klimov en el local del partido MAS, que hasta hace un tiempo fue el centro de operaciones de Patria Roja.

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