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A medida que pasan los años uno va
conformando su biblioteca personal. En esa biblioteca no impera el raciocinio,
sino el instinto, la salvaje tranquilidad que sentimos al saber que allí, en
esos anaqueles podemos encontrar los libros que nos justifican la vida y que
sustentan nuestra condición de lectores.
Supe de John Barth en los pasadizos
sanmarquinos, a fines de los noventa, años en los que aprovechaba para colarme
en los salones como alumno libre. No supe de Barth por recomendación de un
profesor, sino por cuenta de un amigo que leía mucho y que tenía los medios
para acceder a ciertos títulos que difícilmente llegaban a las librerías de
Lima. Leíamos mucha narrativa norteamericana y llegó un momento en que debíamos
ir más allá y de esta manera leer a los otros pilares de dicha tradición, a los
menos vistos en comparación a las voces de la «generación perdida», por
ejemplo. Gracias a este amigo leí El plantador de tabaco de Barth en la edición
de Cátedra.
Ni bien terminé esa lectura fui partícipe
de una convicción: Barth y su novela eran lo mejor que me había podido pasar
hasta ese entonces como lector. Una novela que exhibía el aliento de la novela
decimonónica y el registro narrativo vanguardista y experimental del XX. Más un
detalle que descubría: el humor, un humor que viajaba de lo cervantino a lo
Shandy de Sterne. Obviamente, el humor ha propiciado grandes obras para la
novelística gringa, pero nunca al nivel como lo consiguió Barth.
Tanto la edición de la novela en
Cátedra, como la de Sexto Piso que motivó la relectura que justifica estas
líneas, ponen de manifiesto una mirada común, la mirada de un lector apasionado
y entregado, como la del narrador Eduardo Lago, quien fue el encargado de la
traducción. Si la obra maestra de Barth viene abriéndose paso, y cuyo inminente
destino será convertirse en una novela insoslayable para cualquiera que se
precie de buen y exigente lector, se lo debemos al proselitismo de Lago.
Pues bien, la presente novela no es una
empresa fácil, pero su aparente dificultad discursiva no impide que sintamos
las tiernas desventuras de su protagonista Ebenezer Cooke, un entusiasta de la
literatura, un ingenuo y crédulo de las buenas intenciones de los demás, un
hombre casto y dispuesto a mantenerse en esa castidad con tal de no alterar su
forzada pureza espiritual, quien debe abandonar su apacible comodidad en
Londres para llegar a América y hacerse cargo de la plantación de tabaco de su
padre. Lo que nos relata Barth es precisamente ese viaje en el que le pasa de todo
a un Cooke que no deja de impresionarse con lo que le pasa, muchas veces hasta
en demasía, mismo primerizo. Barth nos entrega un personaje poliédrico en su
involuntaria torpeza, idealista y entrañable en su ridiculez. El estrafalario
Cooke es un personaje que muy bien debería figurar en esa selecta galería de
personajes que nos radiografían desde la ironía. Pensemos en él como si fuera
un alumno mutante de Don Quijote e Ignatius Reilly, y por medio de él nos
adentramos también a fines del siglo XVII, época signada por un conservadurismo
ultramontano en ambas orillas del Atlántico, pero que en la genialidad
narrativa de Barth se nos vuelve cercana y atractiva, quizá debido a su
desenfado narrativo y a la musicalidad de su prosa. Esta musicalidad le permite
improvisar y elevar la narración aún más en medio de la oceánica complejidad
digresiva que caracteriza a la novela, musicalidad, dicho sea, tributaria del
jazz. Por cierto, Barth fue durante mucho tiempo un eximio músico de jazz.
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