sábado, noviembre 22, 2014

186


A medida que pasan los años uno va conformando su biblioteca personal. En esa biblioteca no impera el raciocinio, sino el instinto, la salvaje tranquilidad que sentimos al saber que allí, en esos anaqueles podemos encontrar los libros que nos justifican la vida y que sustentan nuestra condición de lectores.
Supe de John Barth en los pasadizos sanmarquinos, a fines de los noventa, años en los que aprovechaba para colarme en los salones como alumno libre. No supe de Barth por recomendación de un profesor, sino por cuenta de un amigo que leía mucho y que tenía los medios para acceder a ciertos títulos que difícilmente llegaban a las librerías de Lima. Leíamos mucha narrativa norteamericana y llegó un momento en que debíamos ir más allá y de esta manera leer a los otros pilares de dicha tradición, a los menos vistos en comparación a las voces de la «generación perdida», por ejemplo. Gracias a este amigo leí El plantador de tabaco de Barth en la edición de Cátedra.
Ni bien terminé esa lectura fui partícipe de una convicción: Barth y su novela eran lo mejor que me había podido pasar hasta ese entonces como lector. Una novela que exhibía el aliento de la novela decimonónica y el registro narrativo vanguardista y experimental del XX. Más un detalle que descubría: el humor, un humor que viajaba de lo cervantino a lo Shandy de Sterne. Obviamente, el humor ha propiciado grandes obras para la novelística gringa, pero nunca al nivel como lo consiguió Barth.
Tanto la edición de la novela en Cátedra, como la de Sexto Piso que motivó la relectura que justifica estas líneas, ponen de manifiesto una mirada común, la mirada de un lector apasionado y entregado, como la del narrador Eduardo Lago, quien fue el encargado de la traducción. Si la obra maestra de Barth viene abriéndose paso, y cuyo inminente destino será convertirse en una novela insoslayable para cualquiera que se precie de buen y exigente lector, se lo debemos al proselitismo de Lago.
Pues bien, la presente novela no es una empresa fácil, pero su aparente dificultad discursiva no impide que sintamos las tiernas desventuras de su protagonista Ebenezer Cooke, un entusiasta de la literatura, un ingenuo y crédulo de las buenas intenciones de los demás, un hombre casto y dispuesto a mantenerse en esa castidad con tal de no alterar su forzada pureza espiritual, quien debe abandonar su apacible comodidad en Londres para llegar a América y hacerse cargo de la plantación de tabaco de su padre. Lo que nos relata Barth es precisamente ese viaje en el que le pasa de todo a un Cooke que no deja de impresionarse con lo que le pasa, muchas veces hasta en demasía, mismo primerizo. Barth nos entrega un personaje poliédrico en su involuntaria torpeza, idealista y entrañable en su ridiculez. El estrafalario Cooke es un personaje que muy bien debería figurar en esa selecta galería de personajes que nos radiografían desde la ironía. Pensemos en él como si fuera un alumno mutante de Don Quijote e Ignatius Reilly, y por medio de él nos adentramos también a fines del siglo XVII, época signada por un conservadurismo ultramontano en ambas orillas del Atlántico, pero que en la genialidad narrativa de Barth se nos vuelve cercana y atractiva, quizá debido a su desenfado narrativo y a la musicalidad de su prosa. Esta musicalidad le permite improvisar y elevar la narración aún más en medio de la oceánica complejidad digresiva que caracteriza a la novela, musicalidad, dicho sea, tributaria del jazz. Por cierto, Barth fue durante mucho tiempo un eximio músico de jazz.
 
 
Publicado en Buensalvaje 14

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal