domingo, diciembre 14, 2014

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Una ligera garúa me sorprendió en la medianoche de ayer. Me encontraba en el cruce de Javier Prado con Aviación, o más preciso, a setenta metros de ese cruce, caminando desde Guardia Civil. Por alguna extraña razón, me gusta caminar de noche por esta ruta, no porque me ofrezca un gran paisaje urbano, que en parte lo ofrece, sino porque en ese paisaje me siento cómodo, en donde me permito pensarme y autocriticarme. Esta ruta, junto a algunas calles del Centro, son mis rutas salvajes.
Es cierto que escribo mucho del Centro Histórico, pero el lector atento del blog sabrá que solo me suscribo a algunas calles, no a todas las calles del centro. Hay calles que tienen su encanto y no necesariamente por su valor histórico, sino por esa cualidad llamada esencia, que permite que te sientas a gusto, precisamente no por lo que te pueden ofrecer, sino por el hecho de cómo tú te sientas mientras las recorres, con mayor razón cuando en esas calles forman parte de tu biografía, sea de lo mejor como de lo peor.
Días atrás conversaba con una amiga que vive por temporadas en el Centro, a pocos metros de la Plaza San Martín. Ella, mujer de mundo como pocas y con sensibilidad artística, me decía que se sentía cómoda en el edificio donde vivía. Aunque no solo eso, en estas calles y plazas podía ver y ser testigo de la vida en su sentido más pleno, en todos sus colores, defectos y virtudes, porque siempre pasa algo “por aquí”.
La escuchaba y le daba la razón, no hay día en que no me tope con personajes de todo tipo. De un instante a otro puedes pasar de la reconciliación contigo mismo al odio sostenido de querer hacer la revolución. Puedo ver a un padre de familia contento que pasea con su hija, como también a un grupo de hampones que esperas que te hagan/digan algo para así reaccionar y patentizar el pretexto que llevas esperando desde hace buen tiempo. Ni hablar de los personajes que pueblan la Plaza San Martín, tal y como ocurrió el sábado antepasado. Como nunca vi la plaza tan llena de exceso y rock, islotes humanos que se resisten a aceptar la ausencia de espacios de divertimento que nos deja este maravilloso gobierno municipal. Pero vi la plaza de pasada, no fui parte de ese divertimento, aunque al día siguiente volví a la plaza, a uno de los cafés de los portales, y todo indicaba que en la noche se había vivido una suerte de Woodstock, el aroma a la maravilla verde era no menos que intenso. Miré al cielo y me pregunté si acaso no había llovido hierbitas para todo el pueblo. Caminaba y me preguntaba a qué se debió esa inaudita concentración de manifestantes y de gente que solo quería pasarla, pregunta que viene acosando mi mente, dicho sea.
Lo peor que se puede hacer es ponerse a explicar a qué se deba esa suerte de magia negra que suscita caminar por las calles del Centro Histórico. Cada vez se escribe más de estas calles y lo que se escribe no hace sino ahondar más la incertidumbre, cuando lo real, lo que vale, es que solo se describa, que se registre la impresión. Craso error explicar la magia. Aunque si tuviera que ofrecer una posible explicación, esa explicación, o intento de la misma, la escuché muy bien de una amiga miraflorina, que me dio un ejemplo a modo de explicación, que solo dejará pensando a los tardos de pensamiento, ejemplo que ponía frente a frente a dos mujeres, bellas y alegres, que bien podrían ser Miraflores y el Centro de Lima. Las dos aman, odian, son calmadas y salvajes, inteligentes e irracionales, pero lo que las diferencia es lo siguiente, y según las palabras de mi amiga, para que no salte alguna infaltable feminista, porque a ella le debo el crédito: “La diferencia, Gabriel, es muy sencilla: Miraflores es una bella mujer, sí, que ostenta todo, además vive una vida tranquila, pero de qué te vale ser una bella mujer y tener una vida tranquila si eres frígida, si eres frígida no eres nada, no eres nada”.

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