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Una ligera garúa me sorprendió en la
medianoche de ayer. Me encontraba en el cruce de Javier Prado con Aviación, o
más preciso, a setenta metros de ese cruce, caminando desde Guardia Civil. Por
alguna extraña razón, me gusta caminar de noche por esta ruta, no porque me
ofrezca un gran paisaje urbano, que en parte lo ofrece, sino porque en ese
paisaje me siento cómodo, en donde me permito pensarme y autocriticarme. Esta
ruta, junto a algunas calles del Centro, son mis rutas salvajes.
Es cierto que escribo mucho del Centro
Histórico, pero el lector atento del blog sabrá que solo me suscribo a algunas calles,
no a todas las calles del centro. Hay calles que tienen su encanto y no
necesariamente por su valor histórico, sino por esa cualidad llamada esencia,
que permite que te sientas a gusto, precisamente no por lo que te pueden
ofrecer, sino por el hecho de cómo tú te sientas mientras las recorres, con
mayor razón cuando en esas calles forman parte de tu biografía, sea de lo mejor
como de lo peor.
Días atrás conversaba con una amiga que
vive por temporadas en el Centro, a pocos metros de la Plaza San Martín. Ella,
mujer de mundo como pocas y con sensibilidad artística, me decía que se sentía
cómoda en el edificio donde vivía. Aunque no solo eso, en estas calles y plazas
podía ver y ser testigo de la vida en su sentido más pleno, en todos sus
colores, defectos y virtudes, porque siempre pasa algo “por aquí”.
La escuchaba y le daba la razón, no hay
día en que no me tope con personajes de todo tipo. De un instante a otro puedes
pasar de la reconciliación contigo mismo al odio sostenido de querer hacer la
revolución. Puedo ver a un padre de familia contento que pasea con su hija,
como también a un grupo de hampones que esperas que te hagan/digan algo para
así reaccionar y patentizar el pretexto que llevas esperando desde hace buen
tiempo. Ni hablar de los personajes que pueblan la Plaza San Martín, tal y como
ocurrió el sábado antepasado. Como nunca vi la plaza tan llena de exceso y
rock, islotes humanos que se resisten a aceptar la ausencia de espacios de
divertimento que nos deja este maravilloso gobierno municipal. Pero vi la plaza
de pasada, no fui parte de ese divertimento, aunque al día siguiente volví a la
plaza, a uno de los cafés de los portales, y todo indicaba que en la noche se
había vivido una suerte de Woodstock, el aroma a la maravilla verde era no
menos que intenso. Miré al cielo y me pregunté si acaso no había llovido
hierbitas para todo el pueblo. Caminaba y me preguntaba a qué se debió esa
inaudita concentración de manifestantes y de gente que solo quería pasarla,
pregunta que viene acosando mi mente, dicho sea.
Lo peor que se puede hacer es ponerse a
explicar a qué se deba esa suerte de magia negra que suscita caminar por las
calles del Centro Histórico. Cada vez se escribe más de estas calles y lo que
se escribe no hace sino ahondar más la incertidumbre, cuando lo real, lo que
vale, es que solo se describa, que se registre la impresión. Craso error
explicar la magia. Aunque si tuviera que ofrecer una posible explicación, esa
explicación, o intento de la misma, la escuché muy bien de una amiga
miraflorina, que me dio un ejemplo a modo de explicación, que solo dejará
pensando a los tardos de pensamiento, ejemplo que ponía frente a frente a dos
mujeres, bellas y alegres, que bien podrían ser Miraflores y el Centro de Lima.
Las dos aman, odian, son calmadas y salvajes, inteligentes e irracionales, pero
lo que las diferencia es lo siguiente, y según las palabras de mi amiga, para
que no salte alguna infaltable feminista, porque a ella le debo el crédito: “La
diferencia, Gabriel, es muy sencilla: Miraflores es una bella mujer, sí, que
ostenta todo, además vive una vida tranquila, pero de qué te vale ser una bella
mujer y tener una vida tranquila si eres frígida, si eres frígida no eres nada,
no eres nada”.
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