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La pregunta se hace presente de cuando
en cuando, más de uno la ha escuchado y, por qué no, también la ha pensado en
vistas de una posible respuesta que deje satisfecho al intelecto de quien se la
formula.
Por supuesto, escuché la pregunta en un
recital, en una lejana noche en el local La Noche de Lima, que quedaba en la esquina
de Camaná con Quilca.
Me encontraba medio sazonado a razón de
la maravilla verde y había llegado al lugar sorteando autos particulares y
taxis, al menos es así como quiero pensar que llegué allí, y no por motivos
asociados al desarraigo, aunque más de una vez he pensado que esa noche llegué
a La Noche de Lima guiado por un impulso de perdición existencial, a lo mejor
cumpliendo bien mi rol de actor de reparto del circuito literario limeño.
Era muy joven y no tenía la barba como
la tengo ahora, cubierta por líneas de incipientes canas que delatan mi
verdadera edad, aunque si me afeitara totalmente, y tal como me ocurre desde
hace algunos años, más de una persona podría creer que tengo ocho años menos.
Pero en fin, este no es el asunto, sino lo que escuché esa noche, en la que más
de un poeta reconocido, que hoy en día se muere porque le haga una reseña o lo
mencione de refilón en el blog, me negaba el saludo o se hacía el huevón ni
bien me presentaba como un entusiasta aficionado de la poesía peruana.
Me acomodé en una mesa esquinada, que
también estaba ocupada por un par de chicas con aspiraciones literarias, que me
conocían no sé de dónde, pero que con el curso de los años una de ellas se
convirtió en una amiga que quiero, aprecio y admiro, una poeta talentosa, y
seguramente la poeta más atractiva de la poesía peruana, si es que nos ponemos
un poco frívolos, aunque resulte inevitable ponerse frívolo, más aún cuando
hablamos de poesía.
Para variar, esa noche todos los poetas
que iban a leer estaban borrachos.
Era una noche de una serie de noches
especiales. Cada una de ellas se alimentaba del ambiente con aroma a revolución,
no había ser que no quisiera cambiar el devenir de este país de mierda.
Pero esa noche de la que les hablo, los
poetas que leerían ya estaban borrachos, uno de ellos lloraba de amor, otros
temblaban por falta de afecto y más de uno con la mirada fija, puesta, mirada
de obsesión, hacia mi buena amiga que también era poeta pero que en esa época
era igual que yo: alguien entusiasmado con la poesía peruana.
Leía uno y vomitaba.
Leía otro y vomitaba el doble.
Los concurrentes aplaudían, aplaudían
como si fueran testigos de un acto contracultural.
Quizá en esos momentos cimenté mi gusto
por la lectura de poesía peruana, mas no como poeta, no podía ser poeta, no
podía malgastar mi juventud leyendo poesía y vomitar a la vez, no tenía ese
talento; a partir de entonces renuncié a la posibilidad de ser un poeta maldito,
ya no quise ser el heredero de Martín Adán. Me dediqué a ser un hombre de bien,
o sea, a leer y dormir y fumar maravilla verde.
Me disponía a retirarme del local, tanta
perdición, falta de higiene y violencia verbal no pertenecían a mi mundo. Me iría
a drogarme y emborracharme a otro lugar, en otro lugar más auténtico y con
gente más auténtica.
Sin embargo, me quedé en La Noche de
Lima, me quedé pensando a razón de una pregunta que no sé a cuento de qué un
poeta en ese entonces ochentero se preguntó segundos antes de su lectura: “¿Para
qué sirve la poesía?”
Fui el último en abandonar ese local.
Cuando lo hice era las seis y media de la mañana. Había bebido y no sé qué cosas
había hecho, y no quise saber qué había hecho, aunque mi polo estuviera
manchado de gotas de sangre que no eran las mías.
Años después me enteré que en esa noche
de poesía había agarrado a golpes al poeta ochentero que se había hecho esa
pregunta antes de su lectura. Según mi amigo, un destacado poeta noventero, testigo
de cómo pegué al poeta ochentero, yo no había quedado del todo satisfecho con
su respuesta a su pregunta. Mi amigo poeta noventero me dijo que había pecado
de intolerante, faltoso, puesto que no estaba respetando a uno de los ídolos de
la poesía peruana contemporánea, porque a los ídolos de la poesía peruana
contemporánea se les respeta, no importa si estos sean unos insalvables
imbéciles. Le pregunté a mi amigo poeta noventero por qué le pegué al
reconocido poeta ochentero.
“Es que no te gustó su respuesta. Te
tomaste demasiado en serio su estupidez. Bueno, eras más chibolo, más díscolo”.
“¿Y qué es lo que dijo? Puta, debió
haber sido una gran estupidez para que haya entrado en cólera”.
“Nada del otro mundo. Clásica estupidez
de poeta peruano”.
“Ya, pero qué dijo”.
“Así fue: ¿Para qué sirve la poesía? Su
respuesta: la poesía no sirve para nada”.
Me quedé pensando/recordando durante
algunos segundos.
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