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Me levanté tarde y seguía con sueño. No
sé cuántos sueños profundos he tenido a lo largo del día. Si en caso me hubiera
llegado la hora, creo que habría
muerto feliz, porque he comido muy bien, demasiado bien, y eso que no suelo
comer más de la cuenta en estos días festivos.
Entre cada despertada, despertada que
era insuficiente para levantarme y hacer lo que la gente normal hace,
aprovechaba en leer y releer algunos libros para luego entregarme al sueño.
Cerca de las cinco de la tarde, saqué a pasear a Lucas, un pequeño perro que no
le tiene miedo a nada, según he podido constatar cada vez que he tenido la
oportunidad de sacarlo a pasear. Mientras Lucas y yo recorríamos el barrio,
recorrido que hizo que tensara más la correa, hecho que me sorprendía puesto
que pese a su pequeñez el perro tenía una fuerza que sobrepasaba a la media de
la fuerza de otros perros de su tamaño, me ponía a pensar en el recuento
literario que empecé a escribir ayer y que, contra mi pronóstico, me está
saliendo más largo de lo que pensaba. Tampoco dejó de extrañarme la sensación
de contrariedad. Hasta minutos antes de abrir el archivo en Word en donde
escribiría, tenía la más absoluta convicción de no hacer un recuento literario,
algo que muy bien podría tomarse como una injusticia, tratándose pues de un año
muy generoso para la narrativa peruana. Hemos tenido no solo títulos
interesantes, sino de los buenos, de esos que candidatean en quedarse en la
memoria del lector de turno.
Lucas se fijó en una perra.
Lucas se emocionó.
Lucas movía la cola como nunca antes lo
había hecho.
La experiencia me ha enseñado a no combatir
la arrechura de los animales. Suficiente experiencia tengo con los que me hizo
Nesho, mi gato, hace muchos años. Atentar contra su furia hormonal bien me
costó unas cicatrices en el brazo derecho. En base a esa experiencia, decidí
que Lucas haga con la perra lo que venga en gana. Así es que dejé de tensar la
correa y dejé que el perro disfrute de su arrechura y ayudarlo con mi pensada
indiferencia en la consumación que anhelaba.
La perra era demasiado grande para el
enano Lucas. Sabiendo del riesgo que corría al sacarle la correa, me arriesgué
a hacerlo. Le saqué la correa. Debía estar atento, porque Lucas es nervioso y
se pone a correr, sin escuchar la voz fuerte de quien lo llama.
Prendí un cigarro y compré de milagro
una botella de agua mineral sin gas. Comprar la botella fue un milagro, la
compré en la única tienda abierta de todo el barrio, quizá en la única tienda
abierta en todo el distrito. Lamenté no haber traído conmigo algún libro que
leer, quizá el de Carla Cordua, o el de Michon que estoy repicando, o el
novelón Los hijos del orden de
Urteaga Cabrera. Como sea, tuve que inventarme alguna actividad inmediata. Si
Lucas se ponía nervioso, quería que no fuera por mi causa, que no se sintiera
observado en su acto de seducción y conquista al paso.
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