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No sé cuántas veces vengo releyendo la
biografía de Philip K. Dick de Emmanuel Carrére. Me gusta la biografía, pero
como gustar no siempre va en relación a la calidad, subrayo su peculiaridad,
puesto que la biografía no solo me gusta, sino también es extraordinaria.
Mientras me dirijo a la librería, pienso
en algunos capítulos, en ciertos detalles que recién se me revelan y que
pasaron desapercibidos en su primera lectura. Pienso pues en esos pasajes de
revelación. Y los pienso al momento que viajo mis cuatro interminables
paraderos de la ruta del Metropolitano. No voy sentado, pero me siento cómodo,
no me veo en la urgencia de tener que acomodarme a la fuerza, en realidad evito
tener que acomodarme a la fuerza. Si veo un bus que viene lleno, no me hago
problemas, no lo abordo, espero otro y salgo de la estación si es que hay mucha
gente, así haya recargado mi tarjeta.
Camino en dirección a la Plaza San
Martín y en ese pequeño trayecto me cruzo con más de un editor literario y con
varios periodistas del Comercio y La República. Si no fuera tan distraído, creo
que me toparía con más de un amigo y conocido. Más de una vez he sentido que me
llaman, que me pasan la voz y yo no hago caso porque asumo que no son voces del
mundo externo, sino del interno, el llamado de la consciencia, seguramente.
Me percato de que las calles no están
pobladas como habitualmente lo están otros sábados. Por momentos, me veo caminando
en una ciudad desierta y veo la hora en la pantalla del celular. Llamo a mi
casa y le pregunto a mi padre si es feriado, me dice que no. Le digo que no hay
gente en las calles, como si la gente aún estuviera durmiendo. Oigo la
respiración de mi buen padre, que me dice que eso es imposible, puesto que son
las diez de la mañana. ¿Diez de la mañana?, me pregunto. Vuelvo a mirar la hora
en la pantalla del cel. Dos horas menos que las diez.
Hace algunos días cambié la hora del
celular. Descubro que me confundí al poner la hora, confundí la alarma con la
hora y fecha. Pero no importa, ya está hecho. Tengo treinta o cuarenta minutos
libres de ocupaciones, así es que me dirijo al Domino´s.
Me gusta la vista del Domino´s. No me importa
que sus cafés sean los más caros del Centro Histórico, y también los más
sobrevalorados en su sabor. Pido mi café de siempre y quizá lo único que vale
lo que cuesta: su pan con chorizo. Espero mi café y mi pan con chorizo y
observo la Plaza San Martín, que poco a poco comienza a poblarse.
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