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Una de las cosas que más me gusta hacer
los domingos, siempre y cuando esté colmado de mis ansias de dormir, es salir a
recorrer el Centro Histórico. Claro, más de uno se preguntará por qué me gusta
caminar por el centro cuando todos los días paro allí. Lo que me atrae del
centro los días domingos es su ausencia de gente. Caminar por estas calles
entre las diez de la mañana y las dos de la tarde, puede llegar a ser una
experiencia reveladora. Las calles, avenidas, jirones, que en los días de
semana se convierten en crisoles humanos, adquieren una dimensión excluyente al
verse vacías, ajenas al interés de los peatones.
Me levanté temprano, tomé un duchazo y
desayuné café, salchicha de Huacho y jugo de naranja. Conversé con mis padres, en
estos días he hablado poco con ellos debido a los ajetreos de las fiestas de
fin de año. Me hace bien hablar con ellos, de cualquier tema. A la edad que
tengo, me doy cuenta de su sabiduría y amor, de lo mucho que me entregan sin
que les pida nada.
Salgo rumbo al centro, hago casi el
mismo trayecto de cuando voy a la librería. Abordo el Metropolitano, esta vez
no me bajaré en la estación La Colmena, sino en Emancipación. El bus va vacío y
despacio. Tomo asiento y me dispongo a leer Diarios
de Tolstói, en edición de Selma Ancira. Este libro me acompaña desde hace un
par de semanas. Su compañía es extraña, porque lo he tenido cerca, pero no lo
he abierto. Ahora que lo tengo en mis manos, que ve la luz después de varios
días que lo metí en mi mochila, me pregunto si vale la pena recorrer sus
páginas. A las justas le he echado una mirada, muy superficial, y las razones
de la demora en la lectura son no menos que injustificadas. Algo pasa, sin duda,
una barrera impide sumergirme, como se debe, en las páginas de este gigante que
no leo en mucho tiempo. Calculo el tiempo, ¿a lo mejor quince años?
Camino en dirección a la Plaza Mayor. No
sé lo que haré allí, pero siento esa necesidad, quizá relacionada a una
contemplación fugaz de la arquitectura de la Catedral, o del Palacio de
Gobierno, a la imponencia del cerro San Cristóbal, cerro que de niño juraba que
era una montaña que algún día escalaría. Tomo asiento en una de las bancas y
observo a las pocas personas que hay en la Plaza Mayor. Me pongo de pie y
camino hacia otra banca, una que goza de sombra. Tomo asiento y vuelvo a sacar
los diarios de Toltói.
Sin duda, la poética de Tolstói me ha
deparado la mayor de las satisfacciones en mi biografía de lector. Quizá no
seas un lector recurrente, quizá la lectura sea un mero pasatiempo, sin
embargo, puedes abandonar la lectura una vez que hayas leído a Tolstói.
Entiendo a los que dicen que no leen más después de haber leído al ruso. Esta
impresión es discutible, para los puristas, obvio, pero para mí no, no es del
todo discutible, entiendo esa postura, lo mismo para quienes me dicen que no
leerán nada después de haber leído a Proust.
Aún conservo resonancias de lo leído de
Tolstói. Ha sido el temor a la decepción lo que me ha impedido volver a leer
sus inmensas novelas, anhelo para mí esa sensación durante toda mi vida, sin
dejar que nada altere esa sensación que no solo motivó a que me convirtiera en
un fagocitador de novelas, sino que me brindó una visión del mundo y de las
personas. Esa visión, me doy cuenta con el férreo curso de los años, es lo que
me reconcilia conmigo. En distinta medida, me identifico con las miserias de
Tolstói. Hay que saber, pues, cuidar la epifanía. Hay que cuidarla en cada uno
de sus flancos. Por ello, me resisto a leer sus diarios, el backstage del
gigante, pero me arriesgo, solo con el prólogo de Ancira.
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