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La reunión ya no daba para más. Me di
cuenta de que las cosas tendrían sentido o de manera colectiva (con gente seria
y responsable) o individual. Lo tenía decidido y lo único que deseaba era salir
y caminar un poco.
Estaba demasiado abstraído de la
realidad que no me había percatado de la bulla de la gente alrededor de Quilca,
menos del ruido que hacían las hélices de los helicópteros que volaban muy
cerca de los techos.
No podía hacer el camino de regreso que
pensaba. Los agentes policiales habían desviado el tránsito, ni los taxistas
pasaban por las avenidas más cercanas. Tenía que caminar para llegar a casa,
pero lo que no imaginé era que debía caminar más de lo que imaginaba.
El gas lacrimógeno y otros gases tóxicos
que lanzaban los policías para dispersar a los manifestantes que se reunieron
en la Plaza San Martín para protestar contra la Ley Pulpín, iban en mi dirección.
Miles de personas venían por las tres vías de salida que tenía. Pensé en unirme
a un grupo y encontrar la salida con él, pero algo me decía que sería peor.
Regresé al lugar de donde partí, cuya
pista lucía restos de botellas y llantas quemadas. Solo una tiendita permanecía
abierta y compré una botella de agua mineral sin gas. Bebí media botella. Si no
hacía algo, fácil me quedaba en el disturbio hasta la una de la madrugada. Y
no, debía llegar antes de las once de la noche y así ver la maratón de True Detective en HBO. Hice algunas
llamadas a amigas y patas que suponía en la marcha. Una amiga me dijo que debía
caminar hasta el Centro Cívico, en donde podría encontrar taxis, me preguntó
también si quería unirme a la marcha y le dije que si lo hacía no veía la
maratón de True Detective.
Fui pues al Centro Cívico y paré un
taxi.
Me acomodé y el taxista piso el
acelerador.
A una cuadra de viaje sentí una gota
espesa al lado de la ceja izquierda. No recordé que haya estado agitado,
tampoco corriendo, como para sudar. Me saqué las gafas y pasé mis dedos por esa
supuesta gota de sudor. Pero no, no era sudor. Era sangre con agua que salía de
mi piel. El taxista se percató de la herida que tenía y me preguntó si me había
caído una piedra. Le dije que no y tuve que explicarle el problema que tengo
con la piel, esa suerte de fotosensibilidad que me lleva a ponerme bloqueador
hasta seis veces al día, incluyendo noches e inviernos.
Pero esta vez el gas lacrimógeno había
lacerado mi piel.
“Ah su”, dijo el taxista.
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