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Salgo de la ducha, me seco y me visto.
Me conecto un toque, debo revisar algunos correos electrónicos. Pero antes de
responder los correos electrónicos, me percato de que tengo el ventilador
apagado, entonces lo prendo. Tener el ventilador cerca de mí me recuerda a una
foto en la que aparece Paul Bowles, tecleando en su máquina de escribir y a
pocos centímetros de él un ventilador pequeño que le airea el rostro sudoroso.
¿Afecta el clima al momento de escribir?
¿Cuánto influye la temperatura en la hechura del estilo? Así es, parecen
preguntas tontas, fuera de lugar, pero si analizamos en frío, habría que pensar
en relacionar el clima como un aliado del estilo, o un enemigo del mismo.
Más de un escritor me ha hablado,
escritores que, dicho sea, tienen la rara costumbre de leer, porque, valgan
verdades, en este país los que más deberían leer son los que menos leen, del
estilo barroco del gordo maravilloso Lezama Lima. Estilo barroco, llevado a la
más extrema de las sinuosidades en Paradiso,
ladrillo que bien vale la pena todas las sentadas y horas invertidas en su
lectura.
Así es, Paradiso es una inversión. Durante mucho tiempo tuve esa novela
cerca de mí, en una edición cubana con prólogo de Ribeyro. Me animé a leerla
luego de una conferencia sobre Lezama que tuvo lugar en la Universidad de Lima,
a inicios de los 2000. De los que recuerdo que participaron en esa conferencia,
se encontraban Iván Thays, Camilo Fernández Cozman y Mirko Lauer. Fue Lauer
quien habló de la inversión de tiempo que merece este título del cubano. Como
era muy joven y sufriente de esa enfermedad juvenil llamada literatosis, presté
atención a las palabras del poeta y politólogo.
Presupuesté mi tiempo y me ayudé con un
buen diccionario. Leí Paradiso en las
noches de una perdida semana de invierno de un año que no ubico del todo. Y sí,
Lauer tenía razón, aunque de esa razón supe después de un par de años. Hasta el
conocimiento de esa razón, razón de la experiencia lectora, me encontraba
destrozado. Si hay un libro que me resultó difícil de asumir y entender, ese es
precisamente Paradiso.
Lo pude entender y asumir en mi tiempo,
no en el tiempo en que leía con el único fin de terminar el libro que llegara a
mis manos, en esos meses en los que todavía no tenía desarrollado esa justa
opción de cerrar un libro si es que no me gustaba o me pareciera interesante.
Las cosas pasan por algo, porque si hubiera desarrollado esa opción de cerrar
los libros por los motivos que expongo, sin duda no habría leído Paradiso como lo leí, porque lo leí con
horario: un par de horas antes de levantarme y otro par antes de dormir,
durante más de tres meses, avanzando sus páginas con lentitud.
Me es imposible pasar por alto una
inquietud como el posible influjo del clima en la prosa de Lezama. ¿En cuánto
influye la temperatura en la carga verbal, en la amplitud metafórica, en las
digresiones, en el simbolismo abstracto que son las marcas de la poética de
este escritor? Pienso en esas preguntas e inquietudes. Por el momento se me
ocurren algunas hipótesis, pero la que más se me antoja de verosímil y digna de
tomar de tomar en cuenta, hipótesis que armo sin desatenderme que la lucubro en
pleno verano, sintiendo la calentura húmeda que se refuerza cada día. La prosa
de Lezama es como el erotismo lento, lejano de la consumación, erotismo
alimentado de escarceo y seducción; la frotación constante, el juego, que según
estadísticas, llegan a su cúspide sensorial en los meses de verano. Lezama era
un diletante, escribía lento, sin esfuerzo alguno, como si el gusto, el orgasmo
de la escritura, lo encontrara en el seseo de la escritura, en ese seseo que
hacia interminable su párrafo.
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