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Ayer me dediqué a mirar la celebración
de los jóvenes en la Plaza San Martín.
Horas antes, muchos de ellos se
organizaban para marchar hacia el Congreso, en donde se debatiría la
derogatoria de la Ley Laboral Juvenil, o Ley Pulpín, como se la ha estado
llamando.
Me acomodé en mi mesa de siempre, o casi
siempre, del Domino´s. Pedí un jugo de granadilla y una hamburguesa clásica.
Sobre la mesa, el ejemplar de Juntos y
solos, la antología de relatos de Alberto Fuguet.
Iba por el cuento “Prueba de aptitud” y
fácil terminaría el relato en los minutos que demorara llegar mi pedido.
De cuando en cuando, levantaba la cabeza
y miraba la manera en que los jóvenes se organizaban para marchar. Había pues
expectativa, entre violenta y festiva. A pesar de que los jóvenes no
conformaban el número de las otras marchas, marcha que metía miedo a los
cientos de efectivos policiales que como pocas veces se reunía, con la actitud
de estar resguardando una ciudad en vistas de una invasión, cada joven
expresaba la furia y esperanza de cuatro ausentes.
Tomé un sorbo de mi jugo de granadilla.
Paulatinamente, la organización tornaba en una desorganización, pero festiva,
en una especie de Woodstock limeño del nuevo siglo. El aroma a maravilla verde
adquiría una mágica complicidad con la tibieza que deparaba la generosidad del
sol. Los patas y las flacas bailando, cantando, calentándose para la eclosión:
la Ley Pulpín no iba y eso justificaba todos los excesos.
Pedí otro jugo, pero uno más terrenal,
de piña. Y seguí leyendo la antología de relatos de Fuguet. Los patas y las
flacas seguían festejando, pero el sol hacía sentir su presencia, con mayor
razón porque se trataba de la hora del almuerzo.
Me gusta que esta juventud no se dejé
meter el dedo.
Y en lo personal, poco o nada sabía de
la Ley Pulpín. No sé si era correcta. No opiné de la causa, sino que saludé su
efecto, ese efecto que me extrañaba no ver en la juventud de hoy.
Entonces, llamo a mi amigo Richard, ex
arquero de las juveniles celestes, que se desempeña como periodista económico.
Mi pregunta era clara: ¿era o era dable esa ley? Me dijo lo que pensaba.
También llamé a una amiga, Martha, una economista de carrera, a quien le hice
la misma pregunta que a Richard. Me dijo casi lo mismo.
Por un momento, me aterré ante la
posibilidad de estar viviendo una mentira.
Antes, en otra situación, me hubiese
puesto a discutir, a ser el contreras del grupo. Hoy por hoy solo me limito a
ser un testigo, un mero observador de la realidad.
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