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La tarde de ayer me encontraba en el
Don Juan, esperando mi Cheesecake de fresa y un espresso, que es lo que siempre
pido cada vez que vengo a este restaurante. Supuse que era una buena manera de
premiarme por el éxito de algunas gestiones que había llevado a cabo en las
últimas horas. Me puse a leer un libro de Quim Monzó, autor de quien llevo años
sin leer nada.
En esas estaba, cuando hacen su
aparición un par de críticos literarios bien conocidos por su evidente hueveo
teórico. Viajan mucho en calidad de críticos, teóricos, algo que no veo nada de
malo, pero lo que sí me sorprende de ellos es que a diferencia de otros
críticos que viajan, estos no tienen ni un puto libro en su haber. Se hacen llamar
críticos, pero no tienen obra, más bien siempre están a la espera de la llegada
de un crítico de renombre para hacerle la corte y de esta manera ganarse una
recomendación para un congreso en Las Bermudas. O sea, el lustrabotismo en todo
su esplendor.
En principio, este par de hueveros de la
crítica académica, no me vieron. Me quedé en silencio, esperando que ocupen una
mesa cercana al baño. Pero no, estos se ubicaron, luego de dar vueltas buscando
mesa, en una para dos detrás de mí.
Tuve que responderles el saludo.
La mirada de uno de ellos, el más
ojeroso, me comunicaba que querían hablar conmigo, aprovechando la oportunidad
del encuentro. En un segundo pensé en las múltiples respuestas negativas que le
daría, pero me di cuenta de que ambos jamás han sido mala onda conmigo, por el
contrario, me han invitado a eventos y congresos y en una lejana oportunidad me
invitaron a publicar un cuento en la revista que dirigían.
Llevé mi pedido y le pedí a un mozo que
me alcance una silla.
Empezamos a hablar de nuestras lecturas
en común, que eran muy pocas. Hablaba rápido porque quería comer rápido mi
Cheesecake, además, debía regresar a la librería. Aprovechaba los silencios
para darme un respiro, veía las agujas del reloj del restaurante. Tenía una
imperiosa necesidad de irme, pero demoré un poco más de lo presupuestado ni
bien el ojeroso me preguntó si podía participar con ellos en un congreso sobre
el cuento latinoamericano que se desarrollaría en mayo.
La propuesta me vino como anillo al
dedo, porque de realizarse este supuesto congreso tendría la oportunidad de
hablar/escribir de un tema que pocas veces he tocado. Esta oportunidad me
servía también para volver a los maestros latinoamericanos de las distancias
cortas. No lo niego, la idea me entusiasmó.
Empero, este entusiasmo no me duró
mucho, a las justas cinco minutos. El otro pata empezó a sacar pluma de los
beneficios que podríamos obtener de los auspiciadores. Según él, tenía muchos
conocidos que estaban dispuestos a soltar un generoso billete. Ahora, no es que
no me guste el dinero, por el contrario, me encanta. Más bien, no me gusta
hablar de dinero cuando hablo de literatura.
Con el ojeroso, la cosa fue más
distinta, al menos en apariencia. En un papel apuntaba los lineamientos que
tendría el congreso. Conversamos de los autores que hablaríamos, de sus
cuentarios medulares, pero a medida que intercambiábamos impresiones, yo era el
único que hablaba, era el que monologaba. Supe entonces que sus lecturas yacían
en la limitación. No había leído como me lo esperaba, pero me gustaba su esmero
en querer aprender.
No creo que dije algo malo. Más bien
dije algo obvio, implícito, axiomático.
“Habría que dedicar una sesión
exclusivamente a Cortázar. Hablar de su vigencia, de los registros de su
poética”, dije.
El comentario que recibí arruinó el
disfrute de mi Cheesecake, en realidad, me malogró el día, puesto que ante lo
evidente, uno espera recibir su misma reciprocidad, pero no, lo que recibí fue
una pachotada que no puedo aceptar en alguien que se las pega de importante en
la academia. Uno qué puede hacer ante comentarios que lindan en la estupidez, tipo
“No, Cortázar no. Cortázar no interesa a nadie, no vende. De Cortázar ya se ha
dicho todo”.
Fui preso de una disyuntiva: ¿le pegaba
o no?
Este crítico literario resulta ser un
peligro para la literatura. ¿De qué diablos les habla a sus alumnos que lo ven
mismo Rey Midas?
Pegarle no era más que un acto de
justicia literaria.
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