jueves, febrero 26, 2015

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La tarde de ayer me encontraba en el Don Juan, esperando mi Cheesecake de fresa y un espresso, que es lo que siempre pido cada vez que vengo a este restaurante. Supuse que era una buena manera de premiarme por el éxito de algunas gestiones que había llevado a cabo en las últimas horas. Me puse a leer un libro de Quim Monzó, autor de quien llevo años sin leer nada.
En esas estaba, cuando hacen su aparición un par de críticos literarios bien conocidos por su evidente hueveo teórico. Viajan mucho en calidad de críticos, teóricos, algo que no veo nada de malo, pero lo que sí me sorprende de ellos es que a diferencia de otros críticos que viajan, estos no tienen ni un puto libro en su haber. Se hacen llamar críticos, pero no tienen obra, más bien siempre están a la espera de la llegada de un crítico de renombre para hacerle la corte y de esta manera ganarse una recomendación para un congreso en Las Bermudas. O sea, el lustrabotismo en todo su esplendor.
En principio, este par de hueveros de la crítica académica, no me vieron. Me quedé en silencio, esperando que ocupen una mesa cercana al baño. Pero no, estos se ubicaron, luego de dar vueltas buscando mesa, en una para dos detrás de mí.
Tuve que responderles el saludo.
La mirada de uno de ellos, el más ojeroso, me comunicaba que querían hablar conmigo, aprovechando la oportunidad del encuentro. En un segundo pensé en las múltiples respuestas negativas que le daría, pero me di cuenta de que ambos jamás han sido mala onda conmigo, por el contrario, me han invitado a eventos y congresos y en una lejana oportunidad me invitaron a publicar un cuento en la revista que dirigían.
Llevé mi pedido y le pedí a un mozo que me alcance una silla.
Empezamos a hablar de nuestras lecturas en común, que eran muy pocas. Hablaba rápido porque quería comer rápido mi Cheesecake, además, debía regresar a la librería. Aprovechaba los silencios para darme un respiro, veía las agujas del reloj del restaurante. Tenía una imperiosa necesidad de irme, pero demoré un poco más de lo presupuestado ni bien el ojeroso me preguntó si podía participar con ellos en un congreso sobre el cuento latinoamericano que se desarrollaría en mayo.
La propuesta me vino como anillo al dedo, porque de realizarse este supuesto congreso tendría la oportunidad de hablar/escribir de un tema que pocas veces he tocado. Esta oportunidad me servía también para volver a los maestros latinoamericanos de las distancias cortas. No lo niego, la idea me entusiasmó.
Empero, este entusiasmo no me duró mucho, a las justas cinco minutos. El otro pata empezó a sacar pluma de los beneficios que podríamos obtener de los auspiciadores. Según él, tenía muchos conocidos que estaban dispuestos a soltar un generoso billete. Ahora, no es que no me guste el dinero, por el contrario, me encanta. Más bien, no me gusta hablar de dinero cuando hablo de literatura.
Con el ojeroso, la cosa fue más distinta, al menos en apariencia. En un papel apuntaba los lineamientos que tendría el congreso. Conversamos de los autores que hablaríamos, de sus cuentarios medulares, pero a medida que intercambiábamos impresiones, yo era el único que hablaba, era el que monologaba. Supe entonces que sus lecturas yacían en la limitación. No había leído como me lo esperaba, pero me gustaba su esmero en querer aprender.
No creo que dije algo malo. Más bien dije algo obvio, implícito, axiomático.
“Habría que dedicar una sesión exclusivamente a Cortázar. Hablar de su vigencia, de los registros de su poética”, dije.
El comentario que recibí arruinó el disfrute de mi Cheesecake, en realidad, me malogró el día, puesto que ante lo evidente, uno espera recibir su misma reciprocidad, pero no, lo que recibí fue una pachotada que no puedo aceptar en alguien que se las pega de importante en la academia. Uno qué puede hacer ante comentarios que lindan en la estupidez, tipo “No, Cortázar no. Cortázar no interesa a nadie, no vende. De Cortázar ya se ha dicho todo”.
Fui preso de una disyuntiva: ¿le pegaba o no?
Este crítico literario resulta ser un peligro para la literatura. ¿De qué diablos les habla a sus alumnos que lo ven mismo Rey Midas?
Pegarle no era más que un acto de justicia literaria.

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