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No sé qué manifestación había entre
Emancipación y Lampa, pero había tal cantidad de gente que no tuve opción que
acomodarme bien en el bus del Metropolitano e idear una manera de pasar y
aguantar el buen rato que esperé para llegar al paradero y abrir la librería.
No tenía mi mochila conmigo, la misma que había dejado anoche en la librería.
Eso quiere decir que no tenía nada para leer, algo que no me pasaba en mucho
tiempo. Me sentía extraño, o peor, un hombre incompleto.
Después de algunos minutos, cuando me di
cuenta de que la espera sería más larga de la que suponía y desanimado por la
fila de buses que también esperaban, empecé a quejarme de mi autosuficiencia
por no hacer caso a esa voz mañanera que me pedía que llevara un libro, ya que
sentí la alerta de esa voz al salir de casa y que por flojera, de llevar un
libro en la mano, no hice caso.
Las demás personas estaban lo suyo. Por
un momento envidié la simplicidad de sus vidas. La espera para estos hombres y
estas mujeres no existía, su mundo era el celular que tenía en manos. Encima,
más de uno reía mientras chateaba, escuchaba música o llamaba para decir que
estaban esperando a que pase una marcha. Yo, como simple mortal, que se niega a
hacer uso del uso del celular, debí conformarme con verles las caras, mirar el
techo, dedicándome a actividades hueveras como analizar la fibra de los
pasamanos.
Años atrás daba gracias por estas
esperas, porque me ponía a leer, importándome poco o nada lo que ocurriera en
el mundo exterior. Me llenaba de nuevas fuerzas que me permitían no tomar en
serio las recriminaciones que me hacían por mis tardanzas. En esas esperas, sea
de tráfico o mientras aguardaba mi turno en el banco, habré leído innumerables
novelas de bolsillo, como la mágica colección de novelas policiales de
Bruguera, colección que dirigía el narrador argentino Juan Martini.
La espera, en esas condiciones, sí era
un disfrute, el relajamiento en su máxima expresión. Pero ahora de nada servía
que me recrimine y me prometa nunca más salir de casa con las manos vacías. Mi
problema era este insoportable presente que calentaba mi cabeza, que abría las
compuertas de todas esas cosas que quiero reprimir y que me afectan, del
arrepentimiento, cuando en realidad no debes arrepentirte de nada porque lo
disfrutaste, de lo que hiciste o de lo que no hiciste cuando lo pudiste hacer,
del mohín ante el flash de lo que dijiste hace ya años y que te arrepientes de
haberlo dicho. Cuesta reprimir lo que te jode y, más allá del placer que puede
depararme la lectura, la lectura me ayuda a bloquearme de mí mismo, a mantener
en buen recaudo lo peor de mí.
Cuando el bus comenzó a avanzar, ya no
podía contener las buenas maneras. Estaba en toda la pureza de mi bestialidad
que no calmaré en más de cuatro horas.
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