miércoles, marzo 11, 2015

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No soy de comer dulces. Me gusta lo salado, condimentado y el ají.
A excepción del Cheesecake de fresa del Don Juan, no consumo postre alguno. Sin embargo, ayer, mientras Yesenia, Carmen y su hija almorzaban en el Queirolo, pensé en qué momento me convertí en un consumidor de alimentos salados. La retrospectiva me llevó a mi infancia, a las preferencias de niño caprichoso que me llevaba a estar en contra de la preferencia gustativa de la mayoría de los niños de mi edad. Lo mismo en la adolescencia y en lo que va de mi vida.
Quizá el gusto por determinados dulces y postres provenga de los rostros veraces y satisfechos de los que me sugieren darles una oportunidad. Pues bien, me bastó la recomendación de Yesenia para ir al Queirolo y pedirme un postre que he probado cientos de veces, casi siempre por cumplir, pero que ahora sí estaba dispuesto a darle una oportunidad, pero una de verdad.
En el trayecto al Queirolo recibo la llamada de un pata, que me pregunta por ciertas poses de algunos escritores peruanos, jóvenes y no tan jóvenes, que sin haber llegado a la base cuatro pontifican de asuntos literarios. Al respecto tengo una opinión, pero trato de no malograr mi ánimo si estoy en los caminos del placer, porque comer me significa un acto plácido, al que le tengo mucho respeto. No voy a arruinar ese momento plácido hablando de esas poses que a mí me tienen sin cuidado, poses que bien sirven para el aplauso de la platea pero cuya obra, que es lo que me interesa, o que debería interesarme, envejece prematuramente.
Ingreso al Queirolo y me ubico en una mesita al lado de una puerta que ya no es puerta, pero que me permite sentir el viento fresco que baja por Camaná. Llamo a una de las meseras y pido una Coca Cola y un panqueque de manjar blanco.
Creí que esperaría un tiempo prudencial, pero ese tiempo se extendió más de la cuenta, al punto que por momentos la espera se me pintaba de interminable.
Llamo a Hombre sabio y le pido que del nuevo local de Selecta me traiga El libertino de calidad del Conde de Mirabeau. Estuve revisando el libro la noche anterior, fijándome en el pulso y el respiro eróticos de esta novela disfrazada de memoria. Como se trata de una novela corta, la podía avanzar mientras esperaba a que me traigan el panqueque de manjar blanco. Hombre sabio me llevó el libro y empecé a leerlo. La lectura fluía, tampoco quiero decir que me sentía desprendido de la realidad, difícil estarlo con los aromas y hervores de los platos que servían los mozos y las meseras.
Al cabo de cuarenta minutos, previa disculpa de la señora encargada del bar, tuve ante mí el panqueque de manjar blanco. Otros comensales sí se quejaron por la demora, pero yo no, porque era la primera vez que se demoraban con un pedido mío, además, en todo ámbito laboral siempre hay involuntarios retrasos. Pedí otra Coca Cola, cerré el libro y me puse a devorar.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Bueno, pero ahora ya no estás yendo al Queirolo. Ya puedes despejar las dudas del pata que te llamó y exponer tu opinión acerca de las poses de esos escritores que pontifican sin si quiera haber llegado a base 4.

4:11 p.m.  

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