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Cerré la librería y salí de las veredas
de Quilca. Me esperaba una noche agitada, agitada porque quería regresar a mi
casa y descansar y recuperarme del dolor en el hombro que no me permite
levantar el brazo. Seguramente debido a un descuido al momento de dormir, ya
que he estado durmiendo destapado y duchándome en las madrugadas ni bien sentía
mi cuerpo como una melcocha.
Debía buscar un minicajón para
Valentina, la sobrina de tres años de Yesenia. En principio no sabía dónde
comprar un minicajón, pero no me hice muchos problemas. Solo hizo falta respirar
hondo, dejar de lado el cansancio e ir tras este instrumento musical para
bebitos. Felizmente, la solución estaba a la mano, en las cuadras de La Colmena
cerca a la Plaza Dos de Mayo, en donde hay varias tiendas especializadas en
instrumentos musicales.
Por un momento, pensé optar por el
camino más largo, subir por Rufino Torrico, pero deseché la idea, porque Wilson
era la voz.
Y ahora que lo pienso bien, fue un error
ir por Wilson.
Lo que más me gustaba de caminar por
esta cuadra de Wilson era ver los murales, en especial el de una niña negrita,
quizá el mejor mural de todos los que habían en el Centro Histórico. Se trataba
de un mural imponente, que desde el ángulo que lo vieras llamaba tu atención.
Supe de ese mural por mi amiga Pamela,
que me contó que su enamorado le tomó una foto con ese mural de fondo en una
noche de algarabía y protesta. Esa foto fue durante mucho tiempo su imagen de
perfil en Facebook y confieso que miraba regularmente esa imagen de perfil por
su aura mágica que me generaba. La niña negrita no solo te miraba, sino que
escrutaba tu alma. Como mural, como manifestación artística, cumplía su función
si en caso tenía alguna. No me dejaba indiferente. Además, nunca he sido
indiferente a lo que me remueve, por eso, cada vez que caminaba por Wilson, me
quedaba mirando ese mural de la niña negrita.
Por eso, recién, aunque algo tarde,
sentí desazón porque ese mural ya no estaba. En su lugar un brochazo chusco de
pintura de color anaranjado oscuro. Prendí un Pall Mall rojo, el primero en
quince horas. Era el momento de la autodestrucción.
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