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Termino de leer el último número de
Buensalvaje y me preparo café. Es viernes, nueve de la mañana, y lo único que
quiero es dormir todo el día y eso es lo que haré.
Lo de ayer me dejó cansado, no pude
hacer todas las cosas que había pensado hacer luego de la desinstalación del
stand de Selecta en la feria de la PUCP.
Seguiré durmiendo, pero no lo hago,
siento la necesidad de escuchar algo de música, pero que no sea rock, tampoco
jazz, sino algo más formal, o libremente formal, y cuando pienso en lo
libremente formal, pienso en George Gershwin.
Busqué en Spotify una selección de sus
composiciones. Nada en especial, solo una seguidilla de títulos que recuerdo
bien porque me siguen gustando y que de tanto en tanto recuerdo tarareando,
porque tarareo las cosas de Gershwin, así parezca un acto demasiado jalado de
los cabellos.
Me pongo los audífonos para no despertar
a nadie en casa, que siempre en viernes santo, se tiene la costumbre de
levantarse tarde. Bueno, esa es una costumbre de siempre, desde que tengo uso
de razón, que me llevan a esas mañanas de once de la mañana para estar listo
para desayunar, pan, té y pescado frito.
Desde hace algunos años, me dedico a
dormir todo el viernes santo, a recobrar energías. A veces ni siquiera como
porque he estado durmiendo, limitándome a mangos y plátanos y agua en las
noches para luego volver a la cama.
Recibo algunas llamadas pero no las
contesto. Solo haré una llamada, la que considero importante, para decir que
estaré dedicado al sueño el día de hoy.
Pero cuando me es inevitable abrir los
ojos, me pongo a leer durante media hora y luego me entregó a la inutilidad del
placer, deseando que el sueño sea lo más prolongado y así empezar el sábado con
la mente despejada, porque necesitaré la mente despejada no solo para el
sábado, sino también para los siguientes días que se pintan de agitados y
violentos.
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