lunes, marzo 30, 2015

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Todas las mañanas, o mejor dicho, todos los domingos en la mañana, me levanto relativamente tarde. Pero ayer domingo me levanté temprano. Me remojé el cuerpo y salí a correr. Durante cuarenta minutos mi cuerpo no hizo otra cosa que sudar, arrojó al infinito todas las toxinas que lo envenenan. Al regresar a casa, me tomé un duchazo. Me serví café y me preparé pan con mantequilla, solo uno, porque dentro de unas horas vendría el desayuno dominical con tamalitos, chicharrones, café (infaltable) y jugo de fruta, toda la cosa que conlleva la reunión familiar.
Avancé hasta donde pude los textos que debo avanzar. Uno de ellos, sin duda el más largo, me generó más de un esfuerzo, puesto que lo veía después de dos semanas, experiencia que hizo que no me reconociera en absoluto, que me cuestionaba si el autor de ese escrito era yo u otro que se hizo pasar por uno. Sin embargo, estas impresiones no son más que meros pretextos que asientan más la inseguridad de mi talento para narrar.
Cuando me toca hablar con otros amigos escritores, digamos los que pertenecen a mi generación, no puedo dejar de sentirme abstraído, más de una vez confundido, al percatarme de su facilidad que tienen para escribir ficciones, algo que me está faltando desde hace un tiempo al saber que me siento más cómodo y también fuerte desde el registro de la no ficción o como se le quiera llamar cuando se escribe sin ayuda de la inventiva.
No me hago problemas. Mientras lea a los que tenga que leer y mientras vuelva a los que tenga que volver, me siento seguro, porque sigo escribiendo. Hay que ampararse en la semilla, en el siglo de la novela, por ejemplo. Aunque algo me dice que tarde o temprano aceptaré que he renunciado a la ficción, renuncia que no me quita el sueño, porque la pulsión por escribir seguirá. Bueno, al menos esa es la idea.

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