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Todas las mañanas, o mejor dicho, todos
los domingos en la mañana, me levanto relativamente tarde. Pero ayer domingo me
levanté temprano. Me remojé el cuerpo y salí a correr. Durante cuarenta minutos
mi cuerpo no hizo otra cosa que sudar, arrojó al infinito todas las toxinas que
lo envenenan. Al regresar a casa, me tomé un duchazo. Me serví café y me
preparé pan con mantequilla, solo uno, porque dentro de unas horas vendría el
desayuno dominical con tamalitos, chicharrones, café (infaltable) y jugo de fruta,
toda la cosa que conlleva la reunión familiar.
Avancé hasta donde pude los textos que
debo avanzar. Uno de ellos, sin duda el más largo, me generó más de un
esfuerzo, puesto que lo veía después de dos semanas, experiencia que hizo que
no me reconociera en absoluto, que me cuestionaba si el autor de ese escrito
era yo u otro que se hizo pasar por uno. Sin embargo, estas impresiones no son
más que meros pretextos que asientan más la inseguridad de mi talento para
narrar.
Cuando me toca hablar con otros amigos
escritores, digamos los que pertenecen a mi generación, no puedo dejar de
sentirme abstraído, más de una vez confundido, al percatarme de su facilidad
que tienen para escribir ficciones, algo que me está faltando desde hace un
tiempo al saber que me siento más cómodo y también fuerte desde el registro de
la no ficción o como se le quiera llamar cuando se escribe sin ayuda de la
inventiva.
No me hago problemas. Mientras lea a los
que tenga que leer y mientras vuelva a los que tenga que volver, me siento
seguro, porque sigo escribiendo. Hay que ampararse en la semilla, en el siglo
de la novela, por ejemplo. Aunque algo me dice que tarde o temprano aceptaré
que he renunciado a la ficción, renuncia que no me quita el sueño, porque la
pulsión por escribir seguirá. Bueno, al menos esa es la idea.
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