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Algunas cosas pasan por mi cabeza en
estos días en los que debo de terminar de hacer algunos asuntos e inevitables
coordinaciones. En mi cabeza bullen más de mil posibilidades de escape, o bien
algunas son coherentes, pero la mayoría bien pudiera formar parte de aquello
que deberíamos vivir más: la experiencia canábica, el deshueve de inquietudes.
La mañana comenzó bien, pese a que aún
no salía de la experiencia vivida el sábado, una experiencia de la que solo
supe de su importancia el domingo en la noche.
Regresaba a casa luego de pasar algunas
horas con mi hermano, su esposa y mi sobrina. Me encontraba en el taxi
conversando con el taxista, un patita de no más de 25 años, que estaba vestido
de manera muy formal como para conducir un taxi. Pantalón de sastre y camisa,
más su corbata. A lo mejor estaba haciendo algo de dinero para una reunión a la
que iría después.
Le decía que en Youtube podía encontrar
las peleas que disputaron Alí y Joe Frazier. Le argumentaba que la pelea que
acabábamos de ver reflejaba la crisis del boxeo, de su falta de referentes, de
la carencia del sentido romántico que encierra luchar por la vida como tal,
porque esa es la metáfora del boxeo.
El taxi ingresó a la Vía Expresa. El
patita pisó el acelerador. Ahora la conversa se interrumpía por los silencios
que imponía, puesto que planeaba lo que haría en la mañana del domingo. Mis
ojos veían sin ver el cambio de la arquitectura a medida que llegábamos a La
Victoria, a la subida a la avenida México.
Prendí un cigarro. La primera calada me
dejó una sensación rara, esa ligera frustración de que en verdad no tenía ganas
de fumar. El patita prendió la radio, como dando por terminada nuestra conversa
hasta un par de cuadras para llegar a Apolo, momento en que tendría que
preguntarme por el pago de la carrera.
No le dije nada al patita por ese rápido
movimiento que hizo con su auto. Me di cuenta de lo valiosa que es la vida como
para recriminarlo por su irresponsabilidad. En ese momento no pensé en
putearlo. De nada iba a servir. Lo único que hice fue dar gracias porque mi
momento aún no llegaba.
El taxista, al no ver los triángulos fosforescentes,
bien pudo matar a tres empleados de la municipalidad que estaban pintando las
rayas de la pista, ellos pudieron ser los primeros, segundos antes de que nos
estrelláramos con la parte trasera del camión, también de la municipalidad. Ese
movimiento del auto destrozó cuatro triángulos fosforescentes. Dobló a la
justas.
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