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Me levanto temprano y me cuesta asumir
que sea lunes. Por lo general, trato de levantarme los lunes lo más descansado
que pueda. Pero ahora no es el caso, me levanto sintiendo más pesadez de la
normal.
Pongo un cd de The Velvet Underground en
el CD Player y comienzo a revisar los correos electrónicos. Me doy cuenta de que
llevo retrasado varios textos: dos ensayos y una reseña de un libro que no me
ha gustado por su medianía. En este sentido hablo de una medianía hija de la
mediocridad, puesto que sus autores no han sabido ir más allá en cuanto a sus
textos. Obviamente, hablo de un libro de varios autores, un libro de cuentos
demasiado correcto, que, paradójicamente, se defiende bien como conjunto, pero
que se muestra incapaz de ofrecer un solo relato digno de recordar.
Dejo para después la reseña.
Voy a la cocina y les sirvo el desayuno
a mis padres, que ayer se encontraban muy cansados cuando regresábamos a casa
después de haber ido a almorzar a la casa de mi hermano. Previamente al
amuerzo, habíamos ido a visitar a mi abuelita al Parque del Recuerdo de Lurín.
El trayecto hacia el cementerio fue uno de los más arduos que haya hecho. Por
lo general, los domingos la Panamericana Sur está despejada, pero ayer, por ser
Día de la Madre, no fue así. Hubo un momento en que pensé que no íbamos a poder
realizar lo que se había planeado.
Permanecía en silencio en el taxi, ya
que desde un día antes le había advertido a mi madre de lo jodida que iba a
estar la carretera el domingo y que mejor sería visitar a mi abuelita el lunes
en el curso de la mañana. Pero no, mi mamá había comprado hermosos ramos de
flores para mi abuelita. Así nos demoráramos horas en llegar al cementerio, mi
mamá estaba dispuesta a entregarle esas flores a mi abuelita. Para nuestra
suerte, nuestro taxi aprovechó el espacio que dejó el camión que iba delante de
nosotros. El camión dobló a la derecha para perderse por una calle de Surco. En
nuestro nuevo carril, los autos empezaron a avanzar lentamente. Ahora es algo,
me decía. Volteé para ver a mi madre, que no exhibía la preocupación que sí en
las horas de la mañana, mientras alistaba las cosas para mi abuelita. No solo
eran flores, también unos chales finamente bordados, que no sé para qué iban a
servir.
Llegamos al cementerio. Mientras
caminamos por los campos verdes, veía el mar. Estuve a nada de prender un
cigarro, pero mi madre me dijo que no fumara y no fumé.
Un escalofrío empezó a apoderarse de mí,
las imágenes de mi niñez aparecían nítidamente en mi memoria, como frases
completas, dichas por mi abuelita, frases cuyas palabras tenían su amor. Era
como si me estuviera hablando y ya no podía más, no podía sostenerme,
necesitaba sentarme. Y me senté y sentado miré a mis padres que colocaban las
flores y los chales en la lápida de mi abuelita.
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