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Me levanto temprano y entro a VK para
buscar una joyita de Howard Hawks, Scarface
de 1932.
Cine negro en su más alta expresión.
La falta de sueño y carencia de
cansancio al despertarme, hacen que me acomodé frente a la pantalla de la
Laptop y me quede tieso por no más de hora y media.
Pese a su corta duración, Scarface me significa una clase
magistral de narratología. Se me hace imperioso volver a este tipo de
películas, a lo mejor porque en los últimos días he estado inmerso en películas
que tienen de todo, menos magia de sencillez. Si una impresión tengo de esta
película que inspiró la versión de Brian de Palma, que todos vimos más que admirados,
es que no ha perdido su brillo. En realidad, las películas de los maestros
nunca pierden su capacidad de hechizo.
Hay pues una perdurabilidad en los
personajes de Hawks. Y bien podríamos hablar de su vigencia en relación a la
inseguridad que estamos viviendo en estos días. A los matones y sicarios de
nuestras calles no los podría relacionar con las peripecias del Tony Montana de
De Palma, menos aún con los mafiosos de Hawks. En ambos casos estamos hablando
de mafiosos que respetan una ética, dependientes de un estilo para hacer las
cosas, de acuerdo a sus valores, obviamente; o sea, una suerte de ética
delictiva que no la hallamos en los patitas que se creen los dueños de esta
ciudad, patitas a los que les falta un mínimo de inteligencia, como también
estilo. Por eso es que mueren como mueren, además, sin mucho esfuerzo se
descubre lo que todos sabemos o intuimos de ellos, de la fragilidad de su
imperio delictivo.
Cierro la página al terminar de ver la
película. Cojo uno de los libros que vengo leyendo en la semana. A la media
hora sé que tendré que volver a los libros, o novelas mejor dicho, que me
regresen al placer de leer una historia, experiencia tan sencilla y a la vez
necesaria.
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